miércoles, 25 de mayo de 2011

Presentación a un texto a ser editado prontamente en un país vecino

Al explicar el método usado en su libro “Castigo y civilización. Una lectura crítica sobre las prisiones y los regímenes carcelarios” (Gedisa, 2006), John Pratt justifica el haber excluido de su investigación a los menores de edad, en los siguientes términos: “Los menores de edad han sido excluidos dado que, en el mundo moderno, sus regímenes penales siempre han sido más innovadores y por tanto menos anquilosados en términos de reflejar los valores culturales centrales y más periféricos al pensamiento penal mayoritario”. Pese a que el libro de Pratt se centra en la evolución de la relación entre castigos y civilización en el mundo anglosajón, su afirmación acerca del carácter innovador de la respuesta frente a la delincuencia infantil y adolescente es aplicable también a nuestro medio. No obstante, de dicha afirmación no se logra concluir nada en relación a la naturaleza de dicha respuesta diferenciada, y tampoco si es que ésta resulta en definitiva algo mejor o peor que el derecho penal propiamente tal.

Para poder pronunciarse sobre esto, es necesario el estudio de la historia de la relación entre Derecho e Infancia y en concreto a la revisión de las distintas maneras en que el control social ha afectado a niños y niñas en cada tiempo y lugar. Para ubicarnos en medio de esta amplia variedad de formas de control punitivo aplicado a los niños en la historia, bastará con referirse a dos ejemplos que tal vez constituyan dos polos de entre estas distintas posibilidades.

En un extremo tenemos una disposición penal escandinava del siglo XII que decía lo siguiente: “Al ladrón se le cortarán las dos manos, pero si es menor, sólo una”. Pese a su crudeza, no se puede desconocer que una norma así reconoce la “especificidad” de la infracción penal cometida por menores de edad, y que garantiza en todos los casos una reducción sustancial del castigo en comparación al que resulta aplicable a los adultos. Diría que este ejemplo grafica bastante bien uno de los posibles modelos de justicia juvenil: el del “derecho penal atenuado”.

En el otro polo, me permito citar al Pinocchio de Carlo Collodi, quien en sus aventuras se topa bastante rápido y seguido con distintos órganos del control social duro (policías, jueces, carceleros), y sin necesidad de haber cometido delito alguno, pasa cuatro meses de su vida de muñeco de madera en la prisión del país llamado “Atrapatontos”. Recomiendo a todo interesado en la historia del control social de la infancia la lectura íntegra del texto, pero en lo que aquí interesa me remito especialmente al capítulo XIX, titulado “Roban a Pinocho sus monedas de oro y además le tienen cuatro meses en la cárcel”. Lo interesante en este caso es que no sólo no hubo acusación ni sospecha alguna en orden a que el muñeco de madera hubiera infringido las leyes penales, sino que él acudió por su propia voluntad al juez (“un simio de la raza de los gorilas”) denunciando que le habían sustraído mediante engaños sus monedas de oro. El juez procede a escucharlo con mucha atención, se “enternecía” escuchando el relato, y “se notaba que sentía gran compasión”, luego de lo cual llamó a sus guardias (unos mastines) y les dijo: “A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro, así que ¡prendédle y a la cárcel con él!”. En esta cárcel permaneció cuatro meses, y aquí llegamos al punto más sintomático de todo esto: cuando todo los “malhechores” del reino fueron liberados por orden del Soberano, Pinocho permaneció en prisión, pues tal como se le dijo desde el inicio, él estaba ahí por otras razones. En su desesperación por salir del encierro, el muñeco se ve obligado a decir que “entre otras cosas” también él es un malandrín, y sólo en ese momento se le muestra la puerta de la cárcel y se le dice que puede salir si quiere. En este relato que tan bien ejemplifica el espíritu de la época (fines del siglo XIX, cuando la llamada “Escuela Positiva” de la criminología arrasaba y cumplía muy bien su función ideológica de justificación seudocientífica del orden social) tenemos todas las características del otro gran modelo histórico de justicia juvenil: el sistema tutelar o de la “situación irregular”.

Ambos modelos son más o menos “innovadores” en relación al sistema penal aplicado a los adultos. En el primer caso tal vez no tanto, puesto que se podría decir que lo que se aplica es el mismo derecho penal de los adultos y que la reducción de la pena a aplicar es meramente cuantitativa y se justifica en base a la sola idea de proporcionalidad. Pese a ello, la concepción de la infancia que está detrás de dicha disposición es bastante clara: se concibe al niño como algo diferente al adulto, y en base a ello se garantiza que en todos los casos la pena que va a recibir será inferior a la del adulto juzgado por los mismos hechos (algo que en muchos de nuestros países, a 21 años de la Convención sobre los Derechos del Niño, todavía no está garantizado). En el segundo modelo, la innovación es parcial: la aplicación de castigos se rige por criterios diferentes a los propiamente penales, a incluso podríamos conceder que se trata de criterios “pedagógicos” (“pedagogo” es la palabra que designaba entre los griegos al esclavo que se encargaba de conducir de la mano a los hijos de buenas familias de ida y vuelta entre la casa y la escuela, de ahí proviene la idea de que la pedagogía “conduce” al niño), pero nada de eso modifica el hecho esencial de que a la larga es castigo es el mismo: privación de libertad, que generalmente y a pesar de la retórica “tutelar”, se cumple en los mismos recintos penitenciarios de los adultos.

Ambas opciones que hasta aquí hemos mencionado deben ser descartadas a inicios del siglo XXI. Desde 1989 la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (en adelante, la “CDN”) postula claramente dos cosas que resultan obligaciones para la sociedad y el Estado:

a) Los niños y niñas pueden ser juzgados penalmente, pero siempre en el marco de “leyes, procedimientos, autoridades e instituciones específicos para los niños de quienes se alegue que han infringido las leyes penales o a quienes se acuse o declare culpables de haber infringido esas leyes” (artículo 40.3).

Con esto debe morir irremediablemente cualquier forma de aplicación del mismo “derecho penal de adultos” a los menores de 18 años de edad, pero subsiste en pie el desafío permanente de poder construir tanto a nivel intelectual, doctrinal y normativo (“sistema penal estático”), como en el plano de la aplicación práctica (“sistema penal dinámico”), un derecho no sólo “diferente” sino que sustancialmente mejor que el derecho penal de adultos.

b) En el contacto del Estado con niños y niñas a través de su aparato penal, no existe pretexto alguno para dejar de lado las garantías esenciales que son propias al Derecho penal de la modernidad, y que se afirman directamente desde la obra de Beccaria hasta distintos instrumentos del Derecho internacional de los derechos humanos, llegando así hasta las letras a) y b) del artículo 40 de la CDN. Cabe destacar que estas garantías se enuncian ahí como un piso mínimo, y que existen varias buenas razones para sostener que, en comparación al Derecho penal de adultos, todas ellas deben operar de manera más intensa y reforzada cuando se trata de menores de 18 años de edad.

De esta forma la CDN ha asestado un golpe mortal a cualquier pretensión “neotutelarista” de negar o flexibilizar estas garantías mínimas en aras de una “intervención pedagógica”.

Hasta aquí me he referido a lo que como operación reflexiva resulta más fácil: usar la CDN como un test que nos permite señalar las dos modalidades extremas de justicia juvenil cuya legitimidad (y legalidad) resulta claramente descartable. Pero tengo claro que lo difícil es lo que viene inmediatamente a continuación, luego de hacer esta constatación, y es a ello a lo que se refiere este libro. La pregunta base que debe guiar esta operación es la siguiente:

¿Cómo hacemos desde cada una de nuestras realidades y posiciones para construir una justicia juvenil con base en la CDN, que haga realidad la proclamación de que en relación a ella el niño tiene derecho a “ser tratado de manera acorde con el fomento de su sentido de la dignidad y el valor, que fortalezca el respeto del niño por los derechos humanos y las libertades fundamentales de terceros y en la que se tengan en cuenta la edad del niño y la importancia de promover la reintegración del niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad” (artículo 40.1 de la CDN)?

Esa pregunta nos remite directamente a otras:

¿Qué modelos de justicia juvenil son compatibles con estas orientaciones y prescripciones? ¿Qué política criminal debemos promover respecto de los diferentes tramos de edad de vida de las personas? ¿Qué sanciones y/o medidas aplicar cuando un niño, niña o adolescente se encuentra en estas situaciones? ¿Cómo debemos aplicar dentro del sistema de justicia juvenil el principio del interés superior del niño? ¿Qué hacer en relación a niños y niñas que pertenecen a pueblos indígenas (esto en relación a las disposiciones del Convenio Nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo que obligan a los Estados a reconocer la particularidad de estas personas dentro del sistema penal)? ¿Cual es la responsabilidad de los jueces, policías, abogados, educadores, familiares, medios de comunicación y en definitiva todo el resto de la sociedad en la prevención y reacción frente a la llamada “delincuencia juvenil”?

Estas son sólo algunas preguntas que se han planteado y se siguen planteando en el debate entre quienes efectivamente nos tomamos los derechos y la infancia en serio. Lamentablemente, en otros niveles este debate aparece y desaparece, desde una óptica bastante distinta, entre la alarma pública y la banalización mass-mediática de los temas en cuestión, y en base a estos criterios que en los momentos decisivos resultan claramente hegemónicos se tomas decisiones fundamentales, se legisla y aplica el derecho, casi siempre con resultados negativos cuando no desconcertantes. Cuando el tema se toma en serio, nos encontramos con que no existe un único modelo de justicia juvenil en la CDN, sino que una serie de criterios y directrices que en la medida que estén a la base de la respuesta penal especial para este segmento etáreo autorizan a la mayor creatividad e innovación posibles. A estas alturas, además de lo señalado por la CDN y otros instrumentos relacionados (Reglas de Beijing, Reglas de La Habana y Directrices de Riad), contamos con la Observación General Nº 10 del Comité de Derechos del Niño (2007), sobre los derechos del niño en la justicia juvenil, que constituye tal vez el esfuerzo más elevado y completo por definir una política general en la materia.