miércoles, 27 de julio de 2011

Los límites del derecho


“Se puede afirmar que si se convocara un referéndum popular para el reconocimiento del “derecho” de los niños a crecer en las condiciones adecuadas y a desarrollar su personalidad emocional e intelectual, con toda seguridad el ciento por ciento de las respuestas serían afirmativas. No sólo porque el tema de los niños es de los que despiertan los buenos sentimientos sino porque sería difícil sostener lo contrario. No obstante, este derecho, que existe así en la consciencia de la gente común, no puede ser realizado “jurídicamente”. El legislador puede aprobar una ley que sancione el carácter fundamental de este derecho, pero ello no cambia en nada la realidad”.
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“A pesar de todo, el niño, como enseña la amplia literatura actual sobre el tema, necesita espacios adecuados –plazas, calles y parques naturales donde se pueda mover y encontrar con otros niños- y tiempo disponible para realizar sus juegos y descubrir el entorno que lo circunda; necesita además el afecto no opresivo y personal de los adultos que están cerca de él. En suma, la libertad del niño requiere otra ciudad, una ciudad no dominada por un tráfico caótico y contaminante, donde el cemento no haya cubierto hasta el último jardín; necesita una organización distinta del tiempo de trabajo de los padres (de la madre en particular) y unas estructuras educativas altamente especializadas, etc. En definitiva, necesita una reforma de nuestra forma de vivir y de nuestro hábitat, de nuestra organización urbana y social y de nuestro modo de pensar”

(Pietro Barcellona, Estrategia de derechos y democracia, en "Posmodernidad y comunidad", 1993).

Lo que se pierde (o destruye) en el camino


“Los padres, a quienes por lo general hay que acreditar el mérito de los resultados obtenidos con la educación más temprana, tienen pleno derecho a sentirse orgullosos por haber logrado convertir al lactante ruidoso, molesto y sucio, en un escolar obedientemente sentado ante su pupitre. Pocos son en el mundo los terrenos en que se logra realizar una transformación semejante”.

No obstante, hay reservas que hacer:

“Una de ellas deriva de la observación. Quien haya tenido oportunidad de intimar o jugar con niños de 3 a 4 años, quedará sorprendido ante la riqueza de su fantasía, la amplitud de sus horizontes, la claridad de su inteligencia, la inexorable lógica de sus preguntas y de sus conclusiones…”

“Una vez alcanzada la edad escolar, esos mismos niños causarán al adulto que trate con ellos la impresión de ser más bien tontos, simples y poco interesantes. Con asombro nos preguntamos dónde ha ido a parar su inteligencia y su originalidad. El psicoanálisis nos revela que estas dotes del niño no han podido resistir las exigencias que se les plantearon, llegando poco menos que a extinguirse al cabo de los 5 primeros años de vida. Es, pues, evidente que el empeño de inculcar al niño una buena conducta no está desprovisto de riesgos. Las represiones que demanda, las formaciones reactivas y las sublimaciones que han de establecerse, tienen su precio. En efecto, junto con gran parte de sus energías y talentos se sacrifica la espontaneidad del niño”

(Anna Freud, Introducción al psicoanálisis para educadores).