lunes, 8 de agosto de 2011

Infancia en Samoa

--
“Los niños son siempre amamantados, y en los pocos casos en que a la madre le falta leche se busca una nodriza entre las parientas…Los pequeños son amamantados cada vez que lloran y no hay ensayos de regularidad. A menos que una mujer espere otro niño, amamantará al hijo hasta los dos o tres años, ya que es el método más sencillo para calmar su llanto. Los niños duermen con sus madres en tanto toman pecho; después de destetados, a menudo pasan al cuidado de alguna muchacha más joven de la casa…(6 a 7 años) Sus diminutas niñeras no los estimulan a caminar, ya que las criaturas que saben hacerlo constituyen cargas más complicadas.
Desde el nacimiento hasta la edad de 4 o 5 años la educación de los niños es muy simple. Deben ser educados en familia, lo que se hace más difícil por la indiferencia habitual hacia las actividades de los niños muy pequeños.
El temor a las consecuencias desagradables que resultan del llanto de un chiquillo está firmemente grabado en la mente de los niños mayores, que mucho después de haber pasado el período en que era una necesidad, sucumbe ante algún tiranuelo que amenaza, y así personitas de 5 años consiguen participar en expediciones a las cuales tendrán que ser llevadas a cuestas, en reuniones para tejer donde enredarán las hebras o en las cocinas donde desgarrarán las hojas a emplearse o se pondrán completamente sucios de hollín y deberán ser lavados: todo porque un muchacho o una joven se ha acostumbrado a acceder a cualquier cosa con tal de impedir un alboroto.
Este método de ceder, rogar, sobornar y recrear a los perturbadores infantiles sólo se utiliza dentro de la casa o en el grupo de parientes, donde hay mayores debidamente constituidos en autoridad para castigar a los chicos que no pueden hacer callar a los pequeños. En cambio, las muchachas o muchachos crecidos, y aun los adultos, desahogan toda su irritación sobre los niños fastidiosos si éstos son de un vecino o se presentan en pandilla”.

(Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa).

La infancia inca

Capítulo XI El destetar, tresquilar y poner nombre a los niños

Los Incas usaron hacer gran fiesta al destetar de los hijos primogénitos, y no a las hijas ni a los demás varones segundos y terceros, a lo menos no con la solenidad del primero; porque la dignidad de la primogenitura, principalmente del varón, fué muy estimada entre estos incas, y a imitación dellos lo fué entre todos sus vasallos. Destetábanlos de los dos años arriba y les tresquilaban el primer cabello con que habían nacido, que hasta entonces no tocaban en él, y les ponían el nombre propio que había de tener, para lo cual se juntaba toda la parentela, y elegían uno dellos para padrino del niño, el cual daba la primera tiserada al ahijado. Las tiseras eran cuchillos de pedernal, porque los indios no alcanzaron la invención de las tiseras. En pos del padrino iba cada uno por su grado, de edad o dignidad, a dar su tiserada al destetado; y habiéndose tresquilado, le ponían el nombre y le presentaban las dádivas que llevaban, unos ropa de vestir, otros ganado, otros armas de divesas maneras, otros le daban vasijas de oro o de plata para beber, y éstos habían de ser de la estirpe real, que la gente común no los podía tener sino por privilegio. Acabado el ofrecer, venía la solenidad del beber, que sin él no había fiesta buena. Cantaban y bailaban hasta la noche, y este regocijo duraba tres o cuatro días, o más, como era la parentela del niño, y casi lo mismo se hacía cuando destetaban y tresquilaban al príncipe heredero, sino que era con solenidad real y era el padrino el Sumo Sacerdote del Sol. Acudían personalmente o por sus embajadores los curacas de todo el Reino, hacíase una fiesta que por lo menos duraba más de veinte días; hacíanle grandes presentes de oro y plata y piedras preciosas y de todo lo mejor que había en sus provincias. A semejanza de lo dicho, porque todos quieren imitar a la cabeza, hacían lo mismo los curacas y universalmente toda la gente común del Perú, cada uno según su grado y parentela, y ésta era una de sus fiestas de mayor regocijo. Para los curiosos de lenguas decimos que la general del Perú tiene dos nombres para decir hijos: el padre dice churi y la madre huahua (habíase de escrebir este nombre sin la h.h.; solamente las cuatro vocales, pronunciadas cada una de por sí en dos diptongos: uaua; yo la añado las h.h. por que no se hagan dos sílabas). Son nombres, y ambos quieren decir hijos, incluyendo en sí cada uno dellos ambos sexos y ambos números, con tal rigor que no puedan los padres trocarlos, so pena de hacerse el varón hembra y la hembra varón. Para distinguir los sexos añaden los nombres que significan macho o hembra; mas para decir hijos en plural o en singular, dice el padre churi y la madre uaua. Para llamarse hermanos tienen cuatro nombres diferentes. El varón dice huauque: quiere decir hermano; de mujer a mujer dicen ñaña: quiere decir hermana. Y si el hermano a la hermana dijese ñaña (pues significa hermana) sería hacerse mujer. Y si la hermana al hermano dijese huauque (pues significa hermano) sería hacerse varón. El hermano a la hermana dice pana: quiere decir hermana; y la hermana al hermano dice tora: quiere decir hermano, Y un hermano a otro no puede decir tora, aunque significa hermano, porque sería hacerse mujer, ni una hermana a otra puede dice pana, aunque significa hermana, porque sería hacerse varón. De manera que hay nombres de una misma significación y de un mismo género unos apropriados a los hombres y otros a las mujeres, para que usen dellos, sin poderlos trocar, so la dicha pena. Todo lo cual se debe advertir mucho para enseñar nuestra Sancta Religión a los indios sin darles ocasión de risa con los barbarismos. Los Padres de la Compañía, como tan curiosos en todo, y otros religiosos trabajan mucho en aquella lengua para doctrinar aquellos gentiles, como al principio dijimos.

CAPITULO XII CRIABAN A LOS HIJOS SIN REGALO ALGUNO

Los Hijos criaban estrañamente, así los Incas como la gente común, ricos y pobres, sin distinción alguna, con el menor regalo que les podían dar. Luego que nacía la criatura la bañaba con agua fría para envolverla en sus mantillas, y cada mañana que le envolvían la habían de lavar con agua fría, y las más veces puesta al sereno. Y cuando la madre le hacía mucho regalo, tomaba el agua en la boca y le lavaba todo el cuerpo, salvo la cabeza; particularmente la mollera, que nunca le llegaba a ella. Decían que hacían esto por acostumbrarlos al frío y al trabajo, y también por que los miembros se fortaleciesen. No les soltaban los brazos de las envolturas por más de tres meses porque decían que, soltándoselos antes, los hacían flojos de brazos. Teníanlos siempre echados en sus cunas, que era un banquillo mal aliñado de cuatro pies, y el un pie era más corto que los otros para que se pudiese mecer. El asiento o lecho donde echaban el niño era de una red gruesa, por que no fuese de tabla, y con la misma red lo abrazaban por un lado y otro de la cuna y lo liaban, por que no se cayese della. Al darles la leche ni en otro tiempo alguno no los tomaban en el regazo ni en brazos, porque decían que haciéndose a ellos se hacían llorones y no querían estar en la cuna; sino siempre en brazos. La madre se recostaba sobre el niño y le daba el pecho, y el dárselo era tres veces al día; por la mañana y a mediodía y a la tarde. Y fuera destas horas no les daban leche, aunque llorasen, porque decían que se habituaban a mamar todo el día y se criaban sucios, por vómitos y cámaras, y que cuando hombres eran comilones y glotones; decían que los animales no estaban dando leche a sus hijos todo el día ni toda la noche, sino a ciertas horas. La madre propia criaba su hijo; no se permitía darlo a criar, por gran señora que fuese, si no era por enfermedad. Mientras criaban se abstenían del coito, porque decían que era malo para la leche y encanijaba la criatura. A los tales encanijados llamaban ayusca; es participio de pretérito; quiere decir en tuda su significación, el negado, y más propiamente el trocado por otro de sus Padres. Y por semejanza se lo decía un mozo a otro, motejándose que su dama hacía más a otro que no a él. No se sufría decírselo al casado, porque es palabra de las cinco; tenía gran pena el que la decía. Una Palla de la sangre real conocí que por necesidad dió a criar una hija suya. La dama debió de hacer traición o se empreñó, que la niña se encanijó y se puso como hética que no tenía sino los huesos y el pellejo. La madre, viendo su hija ayusca (al cabo de ocho meses que se le había enjugado la leche), la volvió a llamar a los pechos con cernadas y emplastos de yerbas que se puso a las espaldas, y volvió a criar su hija y la convaleció y libró de muerte. No quiso dársela a otra ama, porque dijo que la leche de la madre era la que le aprovechaba. Si la madre tenía leche bastante para sustentar su hijo, nunca jamás le daba de comer hasta que lo destetaba, porque decían que ofendía el manjar a la leche y se criaban hediondos y sucios. Cuando era tiempo de sacarlos de la cuna, por no traerlos en brazos les hacían un hoyo en el suelo, que les llegaba a los pechos; aforrábanlos con algunos trapos viejos, y allí los metían y les ponían delante algunos juguetes en que se entretuviesen. Allí dentro podía el niño saltar y brincar, mas en brazos no lo habían de traer, aunque fuese hijo del mayor curaca del reino. Ya cuando el niño andaba a gatas, llegaba por el un lado o el otro de la madre a tomar el pecho, y había de mamar de rodillas en el suelo, empero no entrar en el regazo de la madre, y cuando quería el otro pecho le señalaba que rodease a tomarlo, por no tomarlo la madre en brazos. La parida se regalaba menos que regalaba a su hijo, porque en pariendo se iba a un arroyo o en casa se lavaba con agua fría, y lavaba su hijo y se volvía a hacer las haciendas de su casa, como si nunca hubiera parido. Parían sin partera, ni la hubo entre ellas; si alguna hacia de partera, más era hechicera que partera. Esta era la común costumbre que las indias del Perú tenían en el parir y criar sus hijos, hecha ya naturaleza, sin distinción de ricas o pobres ni de nobles o plebeyas.

(Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales de los Incas, 1609-1616).

martes, 2 de agosto de 2011

"Niño de lluvia"


Daniel salía poco de su casa de tres patios. Había entonces tal terror a la alfombrilla y a la tos convulsiva, que los niños mimados eran mantenidos en un enclaustramiento irritante como un secuestro. Además, nuestra educación matriarcal y semiespañola desarrollaba en esas mujeres autoritarias y erradamente espirituales, un odio al cuerpo que dolía constatar. Como trapenses instintivas, tenían un asco lamentable a la persona humana, un terror a todo contacto, a toda gracia sensual, a todo perfume de juventud; sobre todo, si este provenía del pueblo, depósito natural de gracias juveniles.

Ya el simple hecho de apoyar un brazo sobre un hombro amigo era para ellas ‘un acto sucio’. Todo lo que llevaba una fuerza de persuasión en su propio encanto era mirado como ‘cosa rara’ o ‘costumbre perversa’. Así, pues, Daniel vivía espiado y alejado sistemáticamente de todo contacto humano. La servidumbre masculina adulta fue suprimida de la casa desde toda eternidad, como en los conventos. ‘Los hombres, decían las señoras, son sucios e inmorales por naturaleza; además, seducen a las sirvientas, y esto, cuando no tienen malas costumbres’. Sólo el cochero, un anciano de largos bigotes, era tolerado en la casa; pero ‘puertas afuera’, como un mal pensamiento.

Las sirvientas debían ser feas hasta la caricatura. Muy limpias y muy feas. Así las dueñas de casa experimentaban la satisfacción de ver en torno suyo un mundo que no las sobrepasaba en atractivos y que ofrecía su fealdad como un perpetuo homenaje a la pureza.

Estas cosas, en el fondo, ocultaban una gran perversión del gusto y del verdadero sentido de la moral. Fue por ellas que Daniel perseveró más tarde en su espíritu de contradicción, cantando en el cuerpo, la belleza y la vida, eternamente ultrajadas en su infancia. En la edad madura, llegó hasta a hacerse reprobar por su afán pagano de exaltar las formas. Porque nuestro ambiente, nacido como él en la sumisión a la fealdad y la hipocresía, siguió rindiéndoles un culto que Daniel rechazó desde el comienzo con un gesto altivo de seguridad.

(Benjamín Subercaseaux, Niño de lluvia, 1938).