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Por
mayo 11, 2009
No menos terrible que alguno de
los cuentos más difundidos de Hans Christian Andersen, resulta la historia de Pinocchio,
que fue dada a conocer por su autor, Carlo Collodi antes que en libro como un
cuento largo por entregas en el Giornale per i bambini de Florencia, bajo el
nombre de “Storia di un burattino”; desde el primer capítulo publicado en las
páginas del diario (a partir de 1881 y hasta el año siguiente), el éxito
obtenido entre los lectores infantiles y adultos, fue rotundo.
En 1883 la historia fue ilustrada por Enrico Mazzanti, y apareció en forma de
libro con el nombre definitivo de Le aventure di Pinocchio. No sin antes
modificar el final de la historia, pues Collodi (en las entregas para el diario
florentino), después de las muchas desgracias del muñeco de madera, en un
dramatismo que resulta increíble, Pinocho se ahorca, pero el clamor conseguido
para su reprobación fue tan grande, que al tiempo lo hizo reaparecer en las
mismas páginas del Giornale per i bambini otorgándole la conversión en niño de
carne y hueso; dicha transformación al personaje ha colocado a la obra (y a su
autor) en la franja de la literatura fantástica, donde ha encontrado, desde
entonces (y quizás por siempre), una difusión universal.
Al igual que otras de las obras “infantiles”, como Alicia en el país de las
maravillas (de Lewis Carroll), Los viajes de Gulliver (de Jonathan Swift), o
Blanca Nieves (de los hermanos Grimm), nuestra noción inicial de esas obras
maestras de la literatura, han provenido de versiones libres para la televisión
o, en todo caso, del cine.
Sin temor a equivocarnos, el más grande difusor de la obra literaria de Carlo
Collodi ha sido Disney, quien todo el año de 1939 (o tal vez desde antes)
trabajó con su equipo para la realización del largometraje animado que ha dado
innumerables vueltas al mundo.
Sin embargo, la casi inocente (pero moralista) versión de Disney tiene una
enorme distancia con el libro original, puesto que algunos elementos fueron
modificados (o inventados para el propósito cinematográfico), sin desfavorecer
las posibilidades del filme para lograr que la Academia de las Artes y Ciencias
Cinematográficas de Estados Unidos la encontrara merecedora de un Oscar,
después de su estreno el 7 de febrero 1940 (con un fracaso económico inicial,
según se sabe). No obstante, la cinta colocó en definitiva a Disney en un lugar
privilegiado dentro de la industria cinematográfica, y es hoy reverenciado como
uno de los genios de la Edad de Oro de la animación, pues ya se realizan los
preparativos para la celebración del 70 aniversario del filme.
La obra de Carlo Collodi, por otra parte, a lo largo del siglo XX, ha incitado
el análisis de diversos pensadores, y algunas lecturas permiten hoy leer en la
fábula mucho del pensamiento de la época y del autor, que no solamente incluye
a Italia, sino a toda Europa y, se podría decir, que a gran parte del mundo.
Algunos han encontrado un caldo de cultivo muy rico en el texto para el
análisis de la sociedad actual, el ensayista Julio Cortés ha mencionado que la
historia de Pinocho es más bien la “fábula del violentamente represivo proceso
de socialización de niños en la edad moderna, de los intentos desesperados de
resistencia infantil, de la inexorable victoria del ˜principio de realidad” por
sobre el ˜principio del placer™, y así, a través de las aventuras y desventuras
del muñeco de madera podemos rastrear (en él y en nosotros mismos) el doloroso
proceso señalado por Marcuse cuando decía que ˜la historia del hombre es la
historia de su represión”.
Cortés recuerda que “en este afán, siguiendo las recetas de la Escuela Positiva
de la criminología (cuyos máximos exponentes, al igual que Carlo Collodi, eran
italianos), daba exactamente lo mismo si los delitos se habían cometido o no, y
de hecho, el trato dispensado a los ˜niños infractores” no era diferente del
otorgado a los ˜niños víctimas”, y Pinocho ”en la historia original, la del
libro”, en busca de la libertad de su ser, se vuelca ante los ojos de una
sociedad y su pensamiento expresada en boca de Collodi, en un significativo
“infractor”, pues el personaje incluso acude a los tribunales a clamar
justicia, en un capítulo que recuerda al Kafka de “Ante la Ley” y El proceso.
Carlo Collodi lo describe inigualablemente en un perturbador y singular
diálogo, y que recuerda Cortés y he podido constatar en la lectura del libro
publicado por la editorial Norma:
Pinocchio fue conducido a la cárcel, donde tuvo que permanecer por cuatro
meses; y hubiera permanecido aún más tiempo si no fuera por una afortunada
casualidad. Cuando el Emperador de “Atrapa-bobos” obtuvo una importante
victoria sobre sus enemigos, ordenó enormes celebraciones públicas, y “quiso
que se abrieran todas las cárceles y que salieran de ellas los malandrines”.
Al llamado aparecieron “dos mastines vestidos de guardias”, a los que el Juez
dijo: “A ese pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así que apresadlo
y llevadlo en seguida a la cárcel”.
”Si salen de la prisión los demás, también quiero salir yo” dijo Pinocho al
carcelero.
”Usted, no -respondió el carcelero-,
porque no es de ésos”.
”Lo siento” -replicó Pinocho-; “yo también soy un malandrín”.
”En ese caso, tiene toda la razón” dijo el carcelero; y, quitándose
respetuosamente el gorro, lo saludó, le abrió las puertas de la prisión y lo
dejó marchar.
Julio Cortés Morales
“Creo en el niño, y en
el niño que vive en cada ser humano adulto” (Eva Reich).
“Cada niño viene con el
mensaje de que Dios no se deja desanimar (Rabindranath Tagore).
Como cada año desde hace 30 años, atravesamos el crudo
invierno llegando al mes de los gatos, y con él se nos viene encima el “día del
niño”, que aparece justo antes de la primavera como una gran fiesta familiar
centrada en el consumo especializado de comida rápida, ropa, juguetes y
videojuegos para niños y niñas.
Todo el mundo parece incrédulo cuando uno recuerda que el
“día internacional del niño” se estableció primero por Naciones Unidas para
conmemorar la aprobación de la Declaración de los Derechos del Niño el 19 de
noviembre de 1959.
En Chile se celebra en agosto para conmemorar la ratificación
de la Convención sobre los Derechos del Niño aprobada en Naciones Unidas en
1989. El 14 de agosto de 1990, primer año de gobierno y de actividad
legislativa postdictatorial, mediante el Decreto Supremo 830 del Ministerio de
Relaciones Exteriores se incorporó al ordenamiento jurídico nacional este
tratado internacional, proceso en que recibió una aprobación unánime en el
recién re-instalado Congreso nacional.
En tiempo record la Convención sobre Derechos del Niño pasó a
ser el tratado internacional de derechos humanos más ratificado de la historia:
hasta ahora sólo los Estados Unidos de Norteamérica no lo han hecho suyo.
De inmediato se anunciaron una serie de reformas profundas e
integrales a todo nivel de la sociedad y el Estado. El 2001 se diseñó en Chile un
ambicioso plan de acción para la década, que incluía aprobar una Ley de
Protección Integral de Derechos de la Infancia y Adolescencia, la derogación de
la Ley de Menores, la abolición del SENAME y creación de nuevos y modernos servicios
especializados en su reemplazo.
¿En qué quedó todo eso?
SENAME, creado en 1979 y que fuera uno de los primeros
servicios públicos “neoliberalizados” en implementación del recetario de
Chicago, sigue ahí como triste depósito de la “infancia en riesgo social” en
medio de una profunda crisis que implica además como “externalidad negativa” la
muerte de miles de niños y niñas bajo custodia del Estado y/o de los organismos
privados que reciben sus subvenciones[1].
Existe una Ley de Responsabilidad Penal Adolecente y también
se crearon Tribunales de Familia (que reemplazaron sin mayor desbarajuste a los
antiguos Tribunales de Menores). La primera reconoce que los adolescentes
tienen la autonomía suficiente como para ser criminalizados e internados en
cárceles especiales, en el marco de un sistema jurídico que aún no les permite
votar y en que ni siquiera pueden ser puestos en libertad desde las comisarías
cuando son detenidos por movilizarse, si es que no va a buscarlos su “adulto
responsable”[2].
TV 13 informa que “la Cámara Nacional de Comercio,
Servicios y Turismo (CNC) aclaró la fecha en que se
celebrará el Día del Niño 2020 en Chile, un día dedicado a celebrar
los derechos de la infancia”. La fecha escogida es el 16 de agosto, primer “día
del niño” en estado de catástrofe por pandemia de covid-19.
Este giro no es meramente anecdótico: la sociedad mercantil toma
y transforma el contenido del discurso jurídico (en este caso el de los
“derechos humanos de la infancia”), y se lo reapropia y transforma en función
de sus determinaciones más poderosas. En nuestro caso, el día del niño ha sido
traspaso del Estado al Mercado, y lo que se homenajea así ya no tiene mayor
relación con la idea de entender a niños y niñas como “sujetos de derecho”,
sino que ha pasado a ser la celebración abierta de la cada vez más intensa
interacción entre infancia, familia y mercado.
Algunos visionarios ya lo hacían notar a inicios de los 90, coincidiendo
con la ratificación y difusión de la novedosa Convención Internacional. James
MacLean, en el best seller “Marketing de productos para niños”, llamaba a “dar
su voto por Kid Kliente”, haciendo ver que los niños representan tres mercados
en uno: el mercado primario (en que consumen directamente sus “mesadas”), el
mercado de influencia (mediante las peticiones de compra que dirigen a padres y
parientes), y el mercado futuro (sintetizado por el autor en la siguiente fórmula:
“cuando sea grande voy a tener un Lamborghini”).
Se trata obviamente de la versión liberal-individualista de
los derechos de los niños entendidos como adultos y consumidores en miniatura.
Por eso la fallecida socióloga uruguaya Susana Iglesias decía que el ingreso
directo de los niños al mundo del consumo era el verdadero factor social que
impulsaba un cierto reconocimiento de sus derechos en nuestro tiempo. Mucho más
que los discursos lacrimógenos en favor de la infancia, que tal como los
lamentos generalizados cuando este sistema social mata niños/as, son siempre
sospechosos de hipocresía.
Pero no es la única opción.
En un país como el nuestro donde el Estado ni siquiera ha
tomado muy en serio su obligación de “dar a conocer ampliamente los principios
y disposiciones de la Convención por medios eficaces y apropiados, tanto a los
adultos como a los niños” (art. 43), no es casual que quien mejor haya cumplido
hasta ahora esa función es el personaje de 31 Minutos “Calcetín con Rombos
Man”, que lleva desde el año 2003 proclamando en todas sus aventuras distintas
declaraciones de derechos del niño que de otro modo casi nadie conocería[3].
Desde entonces, varias oleadas sucesivas de niños/as y
adolescentes han sido capaces de irrumpir el continuo de la dominación,
logrando contagiar en distintas intensidades a todo al resto de la sociedad.
Así fue en el 2001 con el “mochilazo”, cuando reclamaron sencillamente por el derecho
al pase escolar pero usando formas de acción colectiva tan masivas y acéfalas que
parecían inéditas u olvidadas tras tantos años de “realpolitik” adultocéntrica
y autoritaria. Volvió a ocurrir el 2006 y el 2011, a veces junto a otros
protagonistas como los estudiantes universitarios (mucho más proclives a ser
cooptados por el sistema desde el inicio), y volvió a ocurrir en el 2019,
cuando la evasión liceana como respuesta al aumento de las tarifas del metro
terminó contagiando el virus de la rebelión al conjunto del cuerpo social.
En estos procesos los niños y niñas se han constituido a sí
mismos en sujetos individuales y colectivos, actores para nada “secundarios”, que
han aprendido a existir por fuera y en contra de lo que las instituciones, la sociedad
oficial y el Estado esperan de ellos.
El costo no es menor: de las 8.827 víctimas de violencia
institucional registradas por el Ministerio Público entre octubre de 2019 y
marzo de 2020, 1.362 son menores de 18 años.
Nuestra sociedad deberá enfrentar en algún momento la
siguiente contradicción grosera: a pesar de que fueron sus niños/as y
adolescentes quienes generaron a partir de octubre de 2019 un nuevo escenario
social y político en que se ha abierto la posibilidad de una profunda
reconfiguración institucional de la República de Chile, el mismo Estado que les
venía obsequiando leyes como “aula segura” y que además les quería hacer
aplicable el “control preventivo de identidad”, los excluye ahora del proceso
constituyente dada su “incapacidad” declarada en razón de su minoría de edad.
La condición jurídica y política de la infancia como
colectivo, y la posición social de los/as niños y niñas como sujetos
individuales y colectivos, es tal vez el problema más importante que una
comunidad humana debería enfrentar en cada momento. Pero en Chile pareciera que
nada de eso importa, mientras celebremos adecuadamente el “día del niño” en el
local de comida rápida más cercano, que de seguro sabrá cómo atender a la
clientela en este nuevo intento de “retorno seguro” a la normalidad del
capital.
[1]
Sobre el origen y trasformaciones del SENAME en dictadura es recomendable la siguiente
sección del blog de Jorge Álvarez Chuart: https://jalvarezchuart.blogspot.com/2018/06/los-origenes-de-sename.html
[2] A más de 10 años de aplicación de la Ley Penal Adolescente hay que destacar un dato bastante sorprendente que por no ser funcional al “populismo punitivo” permanece oculto en el discurso público: la cantidad de jóvenes en contacto con el sistema penal ha ido bajando sostenidamente, hasta llegar a ser 60% menos en el 2018 que en comparación al 2008. Del total de la población entre 14 y 17 años, el 96% no ha participado en una actividad delictual, mientras los adultos están en 90% (Censo 2017 y Ministerio Publico 2017). En la franja de 14/15 años, los ingresos al sistema de RPA habían bajado de 22.665 en el 2008 a 12.747 en el 2016, mientras en la franja de 16/17 años disminuyeron desde 48.096 a 28.014.
[3] La
Enciclopedia de 31 Minutos lo define como
“un popular superhéroe que siempre defiende los derechos del niño”. http://www.31minutos.cl/codex/calcetin-con-rombos-man/