viernes, 29 de febrero de 2008

El juego infantil: ¿una fuerza revolucionaria?




Por Susan Buck-Morss (en la foto). Fragmento de su texto de 1981, "Walter Benjamin, escritor revolucionario" (editado el 2005 en Argentina por Interzona).

Los niños, escribió Benjamin, están menos intrigados por el mundo preformado que los adultos han creado que por sus residuos. Se sienten atraídos por objetos que carecen de valor o propósito evidente: “Los utilizan no tanto para reproducir las obras de los adultos, como para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo, gracias a lo que con ellos elaboran”. La aproximación de Benjamin a los fenómenos descartados o descuidados por el siglo XIX no era muy distinta. Ningún pensador moderno, con la excepción de Piaget, tomó a los niños tan seriamente como Benjamin en el desarrollo de una teoría del conocimiento. Los libros infantiles del siglo XIX constituían una de las partes más valoradas de su única posesión apasionada, su colección de libros. Confesó que no había muchas cosas “en el reino del libro con las que yo tenga una relación tan cercana”. Scholem testificó sobre la importancia de los niños para Benjamin y señaló que éste tomaba muy seriamente el proceso cognitivo de recordar su propia infancia. “El hecho de que durante toda su vida se sintiera atraído con mágico poder por el mundo de los niños y la naturaleza infantil constituye uno de los rasgos de carácter más importantes de Benjamin. Este mundo se contó entre los objetos más duraderos y tenaces de su reflexión y todo lo que ha escrito sobre este tema se encuentra entre sus trabajos más perfectos”. Benjamin pensaba que el juego de los niños con las palabras tiene “mayor parentesco con (…) los textos sagrados que con (…) el habla corriente de los adultos”. Solía decir de la hostilmente filosófica y notablemente compleja introducción al libro sobre el drama barroco (escrito, dicho sea de paso, por las tardes en el Café Princesa de Berlín mientras tocaba una banda de jazz) que tenía, como “contraseña secreta” de entrada, un verso infantil: “Salta vallas, salta piedras, pero siempre con cuidado”. Las imágenes del mundo infantil aparecen tan insistentemente a lo largo de la obra de Benjamin que la ausencia de una discusión seria sobre su significado teórico en prácticamente todos los comentarios críticos sobre Benjamin debe atribuirse a elitismo intelectual, a prejuicio sexista, o a ambos.

Benjamin versus Piaget

Piaget y Benjamin estaban de acuerdo en que la cognición infantil era un estado superado tan completamente que a los adultos se les aparecía casi como inexplicable. Piaget se sentía satisfecho con la desaparición del pensamiento de la infancia. Los valores de su epistemología se inclinaban hacia el extremo adulto del espectro. Su pensamiento replicaba, sobre el eje del desarrollo ontogenético, el supuesto de la historia-como-progreso que Benjamin consideraba una marca registrada de la falsa conciencia burguesa. Predeciblemente, Benjamin no estaba interesado en el despliegue secuencial de los distintos estadios de la razón formal abstracta, sino en lo que se perdía en el camino. Scholem escribió que Benjamin, en tanto metafísico, describía fascinado “(…) el mundo aún inalterado de los niños y su fantasía creadora con la misma respetuosa admiración con que busca penetrar los conceptos”.

Lo que Benjamin encontraba en la conciencia infantil, sacada de circulación por la educación burguesa, y cuya redención era tan crucial, era precisamente una conexión “sin rupturas” entre percepción y acción, que era distintiva de la conciencia revolucionaria entre los adultos. Esta conexión no era causal en el sentido conductista de reacción como respuesta a estímulos. En cambio, era mimética, e involucraba la capacidad de establecer correspondencias por medio de la fantasía espontánea. “Sus cajones {los del niño} deberán ser arsenal y zoológico, museo del crimen y cripta. ‘Poner orden’ significaría destruir un edificio lleno de esponjosas castañas que son manguales, de papeles de estaño que son tesoros de plata, de cubos de madera que son ataúdes, de cactáceas que son árboles totémicos y céntimos de cobre que son escudos”. La “señal” revolucionaria que procede “del mundo en el que el niño vive y da órdenes” era la capacidad de improvisación mimética. La percepción y la transformación activa eran dos polos de la cognición infantil: “Cada gesto del niño es un impulso creativo que se corresponde exactamente con un impulso receptivo”.

Los experimentos de Piaget pusieron a prueba las respuestas universales y predecibles. Benjamin estaba interesado en la espontaneidad creativa de la respuesta, que la socialización burguesa destruía. La teoría de Piaget sólo consideraba la cognición ligada a la acción en tanto forma cognitiva primitiva, correspondiente al período preverbal sensorio-motriz, y dejaba de tener en cuenta la cognición mimética una vez que el niño adquiría la capacidad de habla. En los tests de Piaget, el juego fantástico del niño, la construcción de mundos posibles, eran probablemente registrados como un error cognitivo. Para Benjamin, en cambio, la naturaleza primaria de las acciones motrices era razón suficiente para prestarles atención. Constituían evidencia de la “facultad mimética”, un lenguaje de gestos que Benjamin consideraba más básico para el conocimiento que el lenguaje conceptual. El “experimento” de Benjamin consistía en observar los gestos de los niños en la pintura, la danza y, particularmente, en el teatro, el cual permitía una “descarga indomada de fantasía infantil”. En los espectáculos teatrales de los niños, “Todo es dado vuelta, y así como el amo servía al esclavo durante las Saturnalias romanas, así durante el espectáculo, los niños se paran en el escenario y enseñan y educan a sus atentos educadores. Aparecen nuevas fuerzas y nuevos impulsos (…)”.

La cognición infantil era una potencia revolucionaria porque era táctil, y por esa estaba vinculada a la acción, y porque, en vez de aceptar el significado dado de las cosas, los niños aprendían a conocer los objetos asiéndolos y usándolos de un modo que transformaba su significado. Paul Válery, un escritor que era muy familiar a Benjamin, escribió en una ocasión: “Si están sanos y se sienten bien, todos los niños son auténticos monstruos de actividad (…) despedazando, rompiendo, construyendo, ¡siempre haciendo algo! Y llorarán si no pueden pensar en nada mejor que hacer (…) Podría decirse que solo son conscientes de todas las cosas que los rodean si pueden actuar sobre ellas, o a través de ellas, no importa de qué manera: la acción, de hecho, lo es todo (…)”. La socialización burguesa suprimió esa actividad: repetir como loro la respuesta “correcta”, mirar sin tocar, resolver problemas “mentalmente”, sentarse pasivamente, aprender a hacer las cosas sin ayudas visuales; todos estos comportamientos adquiridos iban contra el carácter de los niños. Podría inferirse, por otro lado, que el triunfo de ese tipo de cognición en los adultos señala a su vez su derrota como sujetos revolucionarios.

La valorización de la cognición infantil no implicaba un culto de la juventud. Por el contrario, sólo las personas a las que se les permitía vivir su infancia plenamente eran capaces de crecer realmente. Benjamin era perfectamente consciente de las limitaciones de la conciencia infantil, que “vive en su mundo como un dictador”. La educación era necesaria pero ésta debía ser un proceso recíproco. Ésta fue la respuesta de Benjamin a la famosa pregunta de Marx en las Tesis sobre Feuerbach, sobre quién educaría a los educadores: “¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los niños?”.

Pero en tanto hubiera niños, esa derrota nunca sería completa. Aquí, Benjamin evitaba la conclusión pesimista a que era llevado Adorno cuando postulaba “la extinción del ego” como resultado horroroso del “progreso” histórico. La teoría de Benjamin reconocía que la relación entre consciencia y sociedad en el plano histórico se entremezclaba con otra dimensión, el plano del desarrollo infantil, en la cual la relación entre consciencia y realidad tenía su propia historia. Benjamin entendía literalmente la historia del Mesías llegando como un niño, pero la colectivizaba. En los niños, la capacidad para la transformación revolucionaria estaba presente desde el inicio. Es así que todos los niños eran “representantes del Paraíso”, y a cada generación le ha sido “(…) dada una flaca fuerza mesiánica (…)”. Desnudada de sus pretensiones metafísicas, la historia era la procreación de niños, y como tal, siempre un retorno a los orígenes. Aquí las revoluciones aparecían no como culminación de la historia mundial sino como un nuevo comienzo: “En el momento en que uno llega”, no casualmente escribió Benjamin sobre su visita a Moscú, “el estadio infantil comienza”, cuando, a causa de las calles congeladas, incluso “hay que aprender a caminar de nuevo”.

Cuentos de hadas y el orden mimético

Lo que revela este rodeo a través de la infancia es que la concepción benjaminiana de la “educación materialista”, radicalmente contraria al modelo de aprendizaje de estímulo y respuesta, se diferenciaba tanto de la propaganda política como de la publicidad en que no estaba calculada para gobernar una reacción. Por el contrario, sus imágenes dialécticas, como gesto revolucionario que hacía saltar el continuum de la historia y capturaba los elementos fenoménicos así considerados en novedosas constelaciones, proporcionaba un modelo a nivel cognitivo para el acto de transformación social y su meta era despertar la capacidad para la acción revolucionaria que dormitaba en el adulto, sin desplegarse. El paso del conocimiento a la acción dependía de que la facultad mimética produjera, tal como en el caso del gesto infantil, “un impulso creativo que se corresponde exactamente con el impulso receptivo”. El papel de escritor revolucionario era mucho menos el de un comandante que el de un narrador de historias, más precisamente, de cuentos de hadas. Benjamin le contó por escrito a Scholem en 1928 que estaba trabajando en “el ensayo sumamente notable y extremadamente precario sobre Los pasajes parisinos”, que tenía como subtítulo: “Una tierra de hadas dialéctica”. En 1936 apuntó que el narrador ruso Leskov “(…) interpretó la resurrección, no tanto como transfiguración, sino como desencantamiento”, en un sentido semejante al de un cuento de hadas. Seguramente Benjamin quería que su Proyecto de los Pasajes fuera un cuento de hadas en ese sentido, con la salvedad de que la Resurrección sería una resurrección secular y social, y el “desencantamiento” significaría liberación de las ilusiones de la falsa consciencia.

Teoría y práctica no estaban conectadas causalmente en la concepción de Benjamin, ni siquiera en un sentido recíproco y dialéctico. En cambio, se trataba de una relación de correspondencia mimética. Las constelaciones de conocimiento y acción eran mutuamente traducibles, pero eran discontinuas y no partes formativas de un todo mayor. Para usar una metáfora de su libro El origen de drama barroco alemán: “Toda idea es un sol y está relacionada con otras ideas del mismo modo en que los soles están relacionados entre sí”. De hecho, los escritos de Benjamin se relacionan entre sí de la misma manera. Su “teoría” no es un montaje de partes, sin la traducción serial –o, mejor, épica- de ciertas constelaciones cognitivas, o gestos, que él igualaba con la verdad. Estos gestos están ocultos en sus escritos, ya sea que estén vinculados con la historia personal, la historia social o la historia natural de la niñez. Se infiere que hay una correspondencia entre estos ejes: que, por ejemplo, escondida tras el Proyecto de los Pasajes está la historia de la propia vida de Benjamin, y viceversa. Descifrar la obra de Benjamin se convierte así en un ejercicio de facultad mimética.

Los escritos de Benjamin parecen ser declaraciones fácticas sobre el mundo objetivo. Adorno no se equivocaba al caracterizar su postura como “positivista”. Pero lo que deja perplejos a los lectores es que este estilo factual es utilizado para presentar intuiciones que están lejos de ser obvias, porque sus imágenes se basan en una yuxtaposición de extremos: los ruidos de la ciudad se abarrotan como mariposas; los libros de cánticos parecen horarios de ferrocarriles; en Rusia el jazz está guardado tras una vitrina “como una serpiente venenosa”; los barriles de taberna son como pilares de iglesia, y los conventillos parecen rascacielos; mientras en Moscú “todas las ideas, todos los días y todas las vidas parecen estar puestas sobre la mesa de un laboratorio. El lector no puede sino proceder miméticamente, encontrando correspondencias entre imágenes en múltiples niveles. A causa de la deliberada desconexión de las ideas de Benjamin, sus intuiciones no están alojadas en el contexto de sus textos, como sucede con la escritura narrativa o argumentativa. Por el contrario, se dejan desplazar fácilmente en arreglos cambiantes y combinaciones de prueba. Su legado a los lectores que vienen después de él es un sistema de herencia no autoritario, que se asemeja menos al modo burgués de traspaso de tesoros culturales, como si se tratara del botín de las fuerzas conquistadoras, que a la tradición utópica de los cuentos de hadas, que instruyen sin dominar, y muchos de los cuales son las historias tradicionales de la victoria sobre esas fuerzas”.