martes, 27 de agosto de 2013

LA ADOLESCENCIA COMO ENFERMEDAD Y EL JOVEN INFRACTOR COMO FETICHE. IMÁGENES DE UNA SOCIEDAD OBSESIONADA CON EL CONTROL.






Julio Cortés Morales

(Prólogo a la reedición del libro "Los hijos del Estado", de Luis Eduardo Morás, SERPAJ Uruguay, 2012).



 “Pienso una vez más que los jóvenes nos marcan el camino para modificar nuestros procesos mentales. Debemos ubicar el futuro –como si fuera el niño nonato encerrado en el vientre de la madre- dentro de una comunidad de hombres, mujeres y niños, entre nosotros, como algo que ya está aquí, que ya está listo para que lo alimentemos y lo ayudemos y lo protejamos, antes de que nazca, porque de lo contrario será demasiado tarde. De modo que, como dicen los jóvenes: El Futuro Es Ahora” (Margaret Mead).
1.- Tanto la infancia como la adolescencia son categorías sociales permanentes en la estructura de nuestras sociedades. En ambos casos ocurre que sobre ciertos elementos o datos naturales (el nacimiento y la dependencia estricta de los infantes más pequeños en relación a los adultos en un caso, y la pubertad en el otro) se construye un complejo entramado de percepciones y representaciones sociales que pertenecen al ámbito de la cultura, y que en tanto construcciones sociales variables en el tiempo y el espacio conforman una especie de “segunda naturaleza”.
En la medida en que cada comunidad o sociedad humana adscribe a una determinada cosmovisión que incluye entre otras cosas la posición y función que en ella tienen niños/as y jóvenes, podemos decir que dicha visión de mundo incluye ideologías de infancia y de adolescencia: se trata de lo que en términos althusserianos sería una “ideología en general”, a diferencia de los “ideologías particulares” (que siempre encubren intereses de clase)[1].
Estas visiones de mundo o ideologías generales se naturalizan al punto que ciertas características o atributos meramente contingentes pasan a ser percibidas y vividas como esenciales (por ejemplo, el estatuto de dependencia y “minoridad” otorgado en nuestras sociedades a los niños y niñas hasta mucho después de la fase de dependencia estricta de los adultos, o el carácter patológico o de crisis atribuido en la modernidad a la adolescencia)[2].
2.- Todo esto debe ser considerado a la hora de analizar la relación entre la infancia y la adolescencia con el Derecho de una sociedad. El Derecho, como ya se ha señalado, no es sólo un “reflejo” de las condiciones propias de determinada estructura social, sino que a la vez prefigura y configura gran parte del funcionamiento de la misma (por ejemplo, en la modernidad burguesa, mediante la “ideología del derecho igual”). Por eso, si en un sentido el Derecho tan solo recoge las principales representaciones socialmente vigentes en relación a la concepción de la infancia y la adolescencia, en otro funciona como un vehículo de transformación directa o indirecta de la posición real de los niños y niñas en la sociedad, individual y colectivamente considerados[3]
El problema es que la ideología jurídica generalmente está anclada en una visión tanto de la infancia como del propio fenómeno jurídico que no sólo no se concibe de acuerdo a sus particulares determinaciones históricas, sino que pretende hacer pasar dicha perspectiva como “natural”. Así es posible entender a Qvortrup cuando plantea que la dependencia legalmente estipulada en relación a niños/as y adolescentes ha repercutido en la invisibilidad característica de estos colectivos dentro de la vida de nuestras sociedades, dependencia e invisibilidad que tan sólo un esfuerzo teórico consciente, como el que ha caracterizado a la nueva sociología de la infancia en las últimas décadas, han posibilitado empezar a superar.
3.- Si fuera por establecer tres grandes modelos de relación entre el derecho y la infancia/adolescencia en la historia, podríamos decir que el más tradicional es el que considera que los niños y niñas están subsumidos en la estructura familiar, perteneciendo por ende al ámbito de lo privado, donde están sometidos a los poderes del padre de familia (a quien le deben respeto y obediencia). Este modelo es el propio del Derecho privado romano, donde el pater familias ejerce distintos poderes sobre los alieni iuris que tiene bajo su dependencia estricta, y por extraño que parezca, tras siglos de desuso fue resucitado a fines de la Edad media en cuerpos como las Siete Partidas de Alfonso El Sabio, para terminar siendo el modelo adoptado en los procesos de codificación del siglo XIX, mezclado con algo de Derecho canónico. De ahí que el grueso de las instituciones y características propias del Derecho de familia decimonónico obedezca a esa inspiración, por ejemplo a través de la influencia de la Partida Cuarta, que es la que consagra entre otras cosas  distintas categorías de filiación, las edades de la vida, y la patria potestad.
En este esquema histórico el segundo gran modelo surge cuando la creciente preocupación pública por los niños, que comienza a ser notoria a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX -lo que para la tesis dominante en la historiografía constituye un síntoma de la hegemonía de la ideología o “sentimiento” moderno de la infancia-, llega a plasmarse en la generación de leyes e instituciones creadas para enfrentar el aspecto infanto-adolescente de la “cuestión social”. Estamos aquí en los orígenes del llamado “sistema tutelar de menores”, que si bien es correcto caracterizar desde una mirada criminológica como una forma de extensión (y desformalización) de los mecanismos de control socio-penal aplicables a un sector de la población, se  enmarca también en un proceso de transformaciones profundas del tipo de Estado, desde uno más clásicamente liberal a un Estado social propio de la época de consagración de la segunda generación de derechos fundamentales. De ahí la ambivalencia característica entre una intencionalidad discursivamente protectora, y una materialidad esencialmente controladora y punitiva.
Mientras el espíritu propio del primer modelo consistía en entregar el cuidado y disciplinamiento de los hijos a sus padres, dentro de una esfera de autonomía del pater familias que el Estado debía respetar y promover, las legislaciones “tutelares” compensan dicha tendencia saltando hacia el extremo contrario: el Estado debe intervenir autoritariamente en relación a niños/as que no son adecuadamente socializados en sus familias o contextos de origen. El fundamento de esta intervención y las maneras en que efectivamente se concretan han sido objeto de una amplia cantidad de literatura dedicada a la crítica del llamado “enfoque tutelar”, desde el conocido análisis desmitificador de Anthonny Platt en “Los salvadores del niño”, a la abundante literatura de promoción de la Convención sobre los Derechos del Niño en el continente basada en la confrontación de modelos (“situación irregular” versus “protección integral”). Lo interesante es destacar que ideológicamente este modelo se apoya en una mezcla de filantropía religiosa con positivismo criminológico, y que en sus inicios resulta explícita la alusión a la idea de que el Estado debe asumir la tutela de este sector de la infancia/adolescencia, los “menores”, como si él fuera un sustituto del padre.  
La consagración explícita de un conjunto de derechos en relación al niño/a concebido como un sujeto es propia de lo que podemos entender como el tercer modelo, expresado principalmente en la Convención de Derechos del Niño de 1989, que en cierta forma puede ser considerada una síntesis creativa y superadora de los dos momentos o modelos previos, en la medida que concibe al niño/a en contacto como un sujeto de derechos en cada uno de los ámbitos en que se despliega su existencia (familia, barrio, escuela…), y que en relación a esos derechos existen deberes correlativos de la familia, la sociedad y el Estado (que es lo que expresamente consagra el artículo 19 de la Convención Americana de Derechos Humanos).
4.- El texto de Luis Eduardo Morás, publicado originalmente a inicios de la última década del siglo XX, es una radiografía del “segundo modelo” tal como fuera diseñado, instalado y aplicado en Uruguay. Su título, “Los hijos del Estado”, refleja exactamente cuál es la concepción de fondo para los creadores del “modelo de protección-control de menores”: ante la inexistencia o inadecuación de sus propios padres, es el Estado quien directa asume la tutela de estos niños y niñas. Por eso en el contexto anglosajón se usó la expresión en latín parens patriae para referirse a este tipo de poder/intervención del Estado sobre la infancia.
A estas alturas resulta bastante claro lo engañoso de dicha pretensión: en aras de una intervención “tutelar”, lo que en realidad ocurría era una forma de criminalización disfrazada y reforzada. La constatación de este fraude ocurrió en el propio contexto norteamericano durante los años 60, partiendo con la sentencia de la Corte Suprema en el famoso caso In re Gault.
Morás traza la trayectoria de los inicios de la exportación de dicho modelo a Uruguay, hasta su crisis que resulta correlativa a la del Estado de Bienestar y la entrada en escena de los discursos de tolerancia cero y campañas de ley y orden, distinguiendo tres grandes momentos dentro del siglo XX (los años 30, los años 50, y los 80). La crisis del modelo coincide con la llamada “post-restauración de la democracia” (concepto que en Chile, por su diversa historia político-institucional, no ha tenido aplicación, y en su lugar se ha hablado más bien de una larguísima “transición a la democracia” que según algunos ya terminó –aunque se discrepa acerca del momento en que se habría verificado dicho final-, y que según otros no terminará mientras no se apruebe otra Constitución que entre otras cosas ponga fin al modelo económico e institucional generado en dictadura y modificado en democracia pero sin afectar nunca su esencia). En este período de crisis, Morás hace notar que la tradicional dupla “protección-control” tiende a abandonar el primer término en favor de una hegemonía casi total del segundo, todo ello en el contexto de un desfase entre la democracia política (formal) y la democracia social (material), y un incremento de lo que el autor llama la “defensa autoritaria de la sociedad”.
El abordaje de Morás es sociológico, lo cual marca una importante diferencia entre su análisis y el tipo de producto “jurídico” que más abundó en los años posteriores a la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño en nuestros países. Por eso, más que en la legalidad formal y sus discursos justificadores, el énfasis en este trabajo está puesto en el nivel de la ideología y las representaciones sociales de la infancia, sobre todo en el discurso público asociado a problemas relacionados con categorías de irregularidad, desviación y criminalidad. En su análisis se accede a estos discursos y representaciones mediante el estudio de información de prensa en cada uno de los períodos señalados.
Si hasta hace poco tiempo la confluencia entre Derecho y Sociología se mostró particularmente fructífera en el ámbito del estudio de la cuestión criminal y del control social, hoy en día resulta además muy necesario avanzar en la construcción de una perspectiva interdisciplinaria no sólo con el objeto de comprender mejor las cuestiones “criminológicas”, sino que la propia constitución histórica de la infancia y la adolescencia como categorías que, por sobre un dato natural o biológico, ponen en juego una serie de elementos socio-culturales. En ese esfuerzo, el trabajo de Morás puede ser visto como un hito que invita a seguir desarrollando y ampliando la mirada.
5.-Hace unas pocas décadas los autores italianos Trisciuzzi y Cambi señalaban que por sobre una “infancia biológica”, constante en todos los grupos humanos de la historia, eran la institución familiar y el lenguaje los agentes de socialización encargados de convertirla en una infancia histórica, “socialmente definida y culturalmente organizada”[4].
En el caso de la adolescencia, la evidencia historiográfica y etnográfica ha puesto también de relieve que a nivel de “primera naturaleza” el único dato permanente consiste en que hacia el final de la infancia, cuando las personas tienen algo más que diez años de vida, se produce el fenómeno de la pubertad. Por sobre ese dato básico, la manera en que cada comunidad humana o estructura societal construye una “segunda naturaleza” socio-cultural no puede ser sometida a generalizaciones ni simplificaciones, sino que debe ser estudiada en su complejidad, dinamismo y profunda diversidad[5].
Un abordaje de este tipo nos permite deconstruir la ya larga y ampliamente naturalizada idea de la “adolescencia” entendida como crisis bio-psico-social sobre la cual se aplican diversos dispositivos de control, contención y normalización, que en rigor es una idea que surge en la sociedad moderna, y que como es habitual en el plano de las ideologías generales, pretende ser eterna y  regir como válida para todo tiempo y lugar. Nuestra sospecha es que es precisamente en base a una concepción tal de la “adolescencia” que se apoya gran parte del discurso y prácticas punitivas que hacen de la figura del adolescente problemático su fetiche favorito, en base al cual se justifican todas las campañas neo-represivas a través de las cuales se pretende resolver una serie de angustias y fobias generadas por las condiciones actuales del mundo en que vivimos, responsabilizando precisamente a quienes no tienen en ello ninguna responsabilidad.
A estas alturas, el conocimiento aportado por la antropología nos enseña que en las sociedades tradicionales lo que entre nosotros llamamos “adolescencia” no necesariamente se vive como una crisis, y que en la medida en que a los púberes se les integra socialmente en actividades percibidas por todos los miembros de la comunidad como útiles para la misma, y se les permite gozar de una cierta libertad sexual, los jóvenes “viven este período sin sobresaltos ni estrés particular” (esto es lo que afirma Michel Fize citando los trabajos de Margaret Mead sobre la adolescencia en Samoa[6], y lo que resulta también observable en la no tan voluminosa literatura existente sobre los rituales de iniciación que se aplicaban en nuestras tierras antes de que los llamados “pueblos indígenas” fueran exterminados[7]).  
La adolescencia como problema surge en el siglo XIX, cuando “médicos, juristas y magistrados convierten a la pubertad en una verdadera patología”[8]. Se trata en ese entonces de la edad de oro del control disciplinario, cuando la clase dominante debe gobernar por sobre las tendencias al placer imponiendo el “principio de realidad” propio del trabajo asalariado y la idea de civilización que de su imposición emana. La biopolítica allí surgida incluiría una “política de juventud” por la cual la burguesía trataría de “asegurar el poder por medio de la escolarización, y al mismo tiempo de proteger a los jóvenes burgueses de las tentaciones que emergen con la pubertad”[9]
La importancia de una mirada amplia y desideologizada radica en que nos permite recordar que, a pesar de dos siglos de naturalización de esta imagen moderna y problemática, “la adolescencia sólo genera situaciones conflictivas en condiciones sociales específicas”. En términos generales, cuando “se opera un desfase excesivo entre su potencial y sus posibilidades de realización en la sociedad”[10]. Precisamente eso es lo que ocurre en la sociedad moderna, y sigue ocurriendo de manera más dramática e intensificada en la llamada posmodernidad. Lourdes Gaitán lo ha expresado muy bien cuando dice que “la sociedad adulta siente que pierde el control sobre unos individuos cuyos valores no llega a comprender y que, sin embargo, son tan producto de las condiciones sociales, económicas, culturales o políticas del momento, como los suyos propios”[11].
 6.- Se ha dicho que una sociedad no es lo que se dice que es, sino que precisamente aquello que ella misma no puede permitir que se diga. En el caso de nuestras sociedades, modeladas de acuerdo a la razón instrumental propia del capitalismo occidental ya globalizado a todos los rincones del planeta, lo que la crítica social más tradicional y/o en boga suele destacar es su carácter desigual e injusto. Pero no se señala con la misma centralidad e insistencia que estas sociedades son además profundamente absurdas: Adorno, siguiendo en esto no sólo a Marx sino que a Weber, decía que eran racionales en sus medios, pero no así en sus fines. Esto lo explica muy bien Karl Löwith cuando dice que para Weber la “verdadera irracionalidad” es la que se da al invertirse la relación entre medios y fin: “A través de aquello que originariamente sólo era un mero medio –en relación con un fin pleno de valor- se vuelve un fin mismo o un fin en sí, se autonomiza lo mediado hacia lo propio del fin y pierde, con ello, su ‘sentido’ o fin originario, esto es, su racionalidad con arreglo a fines, orientada en el inicio al hombre y sus necesidades. Esa inversión caracteriza a la completa cultura moderna, cuyas administraciones, instituciones y fábricas están tan ‘racionalizadas’ que son las que involucran y determinan al hombre, que se ha adaptado a ellas como una ‘carcasa inflexible’”[12].
En efecto, una sociedad que hace suya la finalidad de acumular eternamente valores de cambio con total independencia de si sirven o no para satisfacer necesidades humanas, y que incluso puede destinar gran parte de sus energías a fines abiertamente destructivos, es una sociedad donde los seres humanos experimentan una pérdida de sentido que se vive de manera particularmente intensa y dramática cuando ya no se es infante pero todavía no se ha pasado a ser un miembro “adulto” y de pleno derecho de la misma.
De ahí que los adolescentes en general suelan quedar en posición de pagar los platos rotos por ser los exponentes más visibles de una serie de contradicciones sociales de las que derechamente no son ellos los responsables, pero que los dejan en situación privilegiada para ser usados como chivos expiatorios en los que se reducen y expresan concentradamente  todos los sinsentidos y excesos propios de la sociedad moderna/posmoderna.
Mientras los niños  niñas más pequeños, los que los romanos llamaban “infantes” (porque no habían aprendido a hablar, o porque aún “no se daban cuenta de lo que hacen”), están siendo “socializados” y de acuerdo a la visión tradicional adultocéntrica en sus infinitas variantes, no han sido aún incorporados a la sociedad, y mientras la mayoría de los adultos (etimológicamente, el adultus es quien “ha dejado de crecer”), con errores más o errores menos, están ya plenamente incorporados a ella, son los adolescentes (según la raíz latina, adulescens es quien está creciendo) quienes por definición presentan los mayores problemas al estar condenados casi por su naturaleza a cometer comportamientos que la sociedad define como “antisociales”.
Por eso es que desde hace mucho tiempo todos los dispositivos posibles del control social están obsesionados con los adolescentes, y de ahí que es posible afirmar que en cierto modo la sociedad proyecta en ellos una serie de culpas que no van a asumir los adultos y que sería demasiado feo y chocante para la imagen moderna de la infancia descargar en los niños y niñas más pequeños. Eso explica en gran medida por qué el sujeto/objeto favorito de las distintas oleadas de criminalización de nuestro tiempo es siempre juvenil (además de pobre).
7.- Cada texto debe ser leído y comprendido  en su contexto. El contexto original de recepción de la obra de Morás tiene similitudes y diferencias con el actual. Entremedio, han transcurrido dos décadas en que desde el mundo jurídico y político se había definido la difusión y efectivización de la Convención sobre los Derechos del Niño como la gran tarea de la época.
Aunque la evaluación de dicho proceso y sus resultados parciales hasta hoy excede con creces el objetivo de este prólogo, vale decir que la tarea se reveló como muchísimo más compleja y ambivalente que en los diseños iniciales. Alguna vez se ha señalado que la Convención sobre los Derechos del Niño ha producido efectos, pero que estos han sido “efectos desconcertantes”.
En el plano jurídico, una de las evaluaciones más problemáticas es la de los distintos efectos de los sistemas de responsabilidad penal adolescente. Lo que en el diseño original del proceso de reformas legislativas debiera haber sido uno de los planos (la regulación de las consecuencias jurídico penales del  importante nivel de autonomía reconocido a las personas en esta fase de desarrollo), ha pasado a ser casi el único reconocimiento formal detallado de esta nueva condición jurídica de los adolescentes, dejando en desmedro todos los otros ámbitos de su vida social y reduciendo todo un amplio programa de reformas a la consagración en definitiva del derecho de los adolescentes a ser criminalizados, pero con respeto a las garantías propias del derecho penal moderno.
Considerada en sí misma, y en comparación a la falta total de garantías sustantivas y procesales que caracterizaba a los modelos de las leyes tutelares de menores, esta transformación debería en principio verse como positiva, aunque parcial. Pero este Derecho penal al que han llegado los adolescentes no es en ningún caso el “buen y viejo derecho penal liberal”, que según algunos en realidad nunca existió, sino que el derecho penal máximo y explícitamente “expresivo” de una época en que todos los vínculos sociales se debilitan y las distintas formas de control se ponen al servicio de calmar la angustia protegiendo una “sensación de seguridad”. Como ya hemos dicho, en este proceso el principal chivo expiatorio son los adolescentes. 
Por otra parte, resulta bastante dudoso que estos nuevos sistemas de responsabilidad penal de adolescentes se ajusten efectivamente a los estándares señalados sobre todo en el artículo 40 de la Convención y en instrumentos más recientes como la Observación General Nº 10 del Comité de Derechos del Niño. En concreto, más que sistemas genuinamente especializados y basados en criterios y objetivos distintos a los de la justicia penal de adultos, pareciera que lo que se ha consagrado y aplicado son nuevas formas de “derecho penal de adultos atenuado”, entendiendo así al adolescente como un adulto en miniatura más que como un sujeto especial.
8.- En el nivel discursivo más general, si en los 90 se había definido al nuevo modelo, el “enfoque de derechos”, en oposición a la deslegitimada “doctrina de la situación irregular”, hoy pareciera que las mayores amenazas contra el bienestar de la infancia y la adolescencia provienen de una mezcla de discursos y enfoques tutelares/represivos, donde incluso es posible apreciar el abandono de toda retórica protectora/rehabilitadora y el surgimiento de lecturas autoritarias y represivas de la Convención sobre los Derechos del Niño. Todo ese complejo entramado resulta mucho más difícil de desactivar que la ideología propia de las viejas “leyes de menores”.
Esto no significa que haya que relativizar o disfrazar los peores defectos del “modelo tutelar”, o que la tarea actual sea generar síntesis híbridas como la defendida por el juez Sergio García Ramírez en el famoso voto concurrente de la Opinión Consultiva 17 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sino que debemos comprender que la labor de protección efectiva de los derechos individuales y colectivos de la infancia y adolescencia implica hoy en día un esfuerzo integral, sostenido y consciente de nadar a contracorriente de una verdadera contrarreforma que ha sido impuesto en la agenda política de las sociedades de control y que acude a una mezcla de ideologías tutelares, represivas e incluso a un cierto “derecho-humanismo ingenuo” con tal de justificarse.
En este esfuerzo, nos asiste la convicción de que el objetivo de los derechos fundamentales no consiste solamente en poner límites a las mayores arbitrariedades y efectos perversos del sistema social, sino que en construir sociedades que se basen precisamente en la necesidad de hacer efectivos los derechos de todas las personas.
En los mismos términos usados por el artículo 28 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, en definitiva tenemos derecho “a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta declaración se hagan plenamente efectivos”.  El conseguirlo es tarea de todos nosotros como miembros de la comunidad humana.




[1] ALTHUSSER, Louis. “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”, en: ZIZEK, Slavoj  (compilador). Ideología, un mapa de la cuestión, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, pág. 136 y ss.
[2] Sobre lo primero, podemos ver que incluso en la Declaración Universal de los Derechos del Niño, de 1959, en un fragmento citado en el Preámbulo de la Convención de 1989, se define a la infancia de manera adultocéntrica, enfatizando aquello de lo que esa fase vital carece, en oposición a la adultez: “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento” (El destacado es mío).
[3] Tal como señala Lukàcs analizando la legalidad, “la ideología no es solamente un efecto de la organización económica de la sociedad; es también la condición de su funcionamiento pacífico” (LUKÀCS, Gyórgy. “Legalidad e ilegalidad”, en: Historia y conciencia de clase, Santiago, Quimantú, 2008, pàg. 310).

[4] TRISCIUZZI Leonardo y Franco CAMBI, La infancia en la sociedad moderna. Del descubrimiento a la desaparición. Disponible en: http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Trisciuzzi.pdf
[5] Clastres ha destacado que, a diferencia de lo que se creía hasta hace poco, las “sociedades arcaicas” difieren profundamente entre sí, que “ninguna se asemeja de hecho a las otras y lejos estamos de la gris repetición que uniformaría a todos los salvajes” (CLASTRES, Pierre. La sociedad contra el estado, Buenos Aires, Caronte, 2009, pág. 9).
[6] FIZE, Michel. ¿Adolescencia en crisis? Por el derecho al reconocimiento social, Buenos Aires, Siglo XXI, página 134.
[7] En el caso de Tierra del Fuego, llama la atención la belleza del ritual de iniciación conocido como “chiajóus”, una verdadera fiesta en la cual los adultos integraban a los jóvenes de su comunidad mediante una serie de juegos en que se imitaba a los pájaros y otros animales de ese entorno natural: “Cada juego tiene su melodía propia…acompañado por el canto, se imita maravillosamente bien su vida, su comportamiento, su voz, su comer, su cortejar amoroso…no falta nada para lograr su perfección artística” (Koppers, citado por STAMBUK, Patricia. El zarpe final. Memorias de los últimos yaganes, Santiago, LOM, 2007, pág. 47).
[8] FIZE, op.cit., pág. 16.
[9] Ibid.
[10] Ibid., pág. 135.
[11] GAITÁN, Lourdes. La nueva sociología de la infancia. Aportaciones de una mirada distinta, en Política y Sociedad, Vol. 43 Nº1, 2006, pág. 3.  Disponible en: http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2021198
[12] LÖWITH, Karl. Max Weber y Karl Marx, Barcelona, Gedisa, 2007, pág. 62.