lunes, 8 de agosto de 2011

Infancia en Samoa

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“Los niños son siempre amamantados, y en los pocos casos en que a la madre le falta leche se busca una nodriza entre las parientas…Los pequeños son amamantados cada vez que lloran y no hay ensayos de regularidad. A menos que una mujer espere otro niño, amamantará al hijo hasta los dos o tres años, ya que es el método más sencillo para calmar su llanto. Los niños duermen con sus madres en tanto toman pecho; después de destetados, a menudo pasan al cuidado de alguna muchacha más joven de la casa…(6 a 7 años) Sus diminutas niñeras no los estimulan a caminar, ya que las criaturas que saben hacerlo constituyen cargas más complicadas.
Desde el nacimiento hasta la edad de 4 o 5 años la educación de los niños es muy simple. Deben ser educados en familia, lo que se hace más difícil por la indiferencia habitual hacia las actividades de los niños muy pequeños.
El temor a las consecuencias desagradables que resultan del llanto de un chiquillo está firmemente grabado en la mente de los niños mayores, que mucho después de haber pasado el período en que era una necesidad, sucumbe ante algún tiranuelo que amenaza, y así personitas de 5 años consiguen participar en expediciones a las cuales tendrán que ser llevadas a cuestas, en reuniones para tejer donde enredarán las hebras o en las cocinas donde desgarrarán las hojas a emplearse o se pondrán completamente sucios de hollín y deberán ser lavados: todo porque un muchacho o una joven se ha acostumbrado a acceder a cualquier cosa con tal de impedir un alboroto.
Este método de ceder, rogar, sobornar y recrear a los perturbadores infantiles sólo se utiliza dentro de la casa o en el grupo de parientes, donde hay mayores debidamente constituidos en autoridad para castigar a los chicos que no pueden hacer callar a los pequeños. En cambio, las muchachas o muchachos crecidos, y aun los adultos, desahogan toda su irritación sobre los niños fastidiosos si éstos son de un vecino o se presentan en pandilla”.

(Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa).

La infancia inca

Capítulo XI El destetar, tresquilar y poner nombre a los niños

Los Incas usaron hacer gran fiesta al destetar de los hijos primogénitos, y no a las hijas ni a los demás varones segundos y terceros, a lo menos no con la solenidad del primero; porque la dignidad de la primogenitura, principalmente del varón, fué muy estimada entre estos incas, y a imitación dellos lo fué entre todos sus vasallos. Destetábanlos de los dos años arriba y les tresquilaban el primer cabello con que habían nacido, que hasta entonces no tocaban en él, y les ponían el nombre propio que había de tener, para lo cual se juntaba toda la parentela, y elegían uno dellos para padrino del niño, el cual daba la primera tiserada al ahijado. Las tiseras eran cuchillos de pedernal, porque los indios no alcanzaron la invención de las tiseras. En pos del padrino iba cada uno por su grado, de edad o dignidad, a dar su tiserada al destetado; y habiéndose tresquilado, le ponían el nombre y le presentaban las dádivas que llevaban, unos ropa de vestir, otros ganado, otros armas de divesas maneras, otros le daban vasijas de oro o de plata para beber, y éstos habían de ser de la estirpe real, que la gente común no los podía tener sino por privilegio. Acabado el ofrecer, venía la solenidad del beber, que sin él no había fiesta buena. Cantaban y bailaban hasta la noche, y este regocijo duraba tres o cuatro días, o más, como era la parentela del niño, y casi lo mismo se hacía cuando destetaban y tresquilaban al príncipe heredero, sino que era con solenidad real y era el padrino el Sumo Sacerdote del Sol. Acudían personalmente o por sus embajadores los curacas de todo el Reino, hacíase una fiesta que por lo menos duraba más de veinte días; hacíanle grandes presentes de oro y plata y piedras preciosas y de todo lo mejor que había en sus provincias. A semejanza de lo dicho, porque todos quieren imitar a la cabeza, hacían lo mismo los curacas y universalmente toda la gente común del Perú, cada uno según su grado y parentela, y ésta era una de sus fiestas de mayor regocijo. Para los curiosos de lenguas decimos que la general del Perú tiene dos nombres para decir hijos: el padre dice churi y la madre huahua (habíase de escrebir este nombre sin la h.h.; solamente las cuatro vocales, pronunciadas cada una de por sí en dos diptongos: uaua; yo la añado las h.h. por que no se hagan dos sílabas). Son nombres, y ambos quieren decir hijos, incluyendo en sí cada uno dellos ambos sexos y ambos números, con tal rigor que no puedan los padres trocarlos, so pena de hacerse el varón hembra y la hembra varón. Para distinguir los sexos añaden los nombres que significan macho o hembra; mas para decir hijos en plural o en singular, dice el padre churi y la madre uaua. Para llamarse hermanos tienen cuatro nombres diferentes. El varón dice huauque: quiere decir hermano; de mujer a mujer dicen ñaña: quiere decir hermana. Y si el hermano a la hermana dijese ñaña (pues significa hermana) sería hacerse mujer. Y si la hermana al hermano dijese huauque (pues significa hermano) sería hacerse varón. El hermano a la hermana dice pana: quiere decir hermana; y la hermana al hermano dice tora: quiere decir hermano, Y un hermano a otro no puede decir tora, aunque significa hermano, porque sería hacerse mujer, ni una hermana a otra puede dice pana, aunque significa hermana, porque sería hacerse varón. De manera que hay nombres de una misma significación y de un mismo género unos apropriados a los hombres y otros a las mujeres, para que usen dellos, sin poderlos trocar, so la dicha pena. Todo lo cual se debe advertir mucho para enseñar nuestra Sancta Religión a los indios sin darles ocasión de risa con los barbarismos. Los Padres de la Compañía, como tan curiosos en todo, y otros religiosos trabajan mucho en aquella lengua para doctrinar aquellos gentiles, como al principio dijimos.

CAPITULO XII CRIABAN A LOS HIJOS SIN REGALO ALGUNO

Los Hijos criaban estrañamente, así los Incas como la gente común, ricos y pobres, sin distinción alguna, con el menor regalo que les podían dar. Luego que nacía la criatura la bañaba con agua fría para envolverla en sus mantillas, y cada mañana que le envolvían la habían de lavar con agua fría, y las más veces puesta al sereno. Y cuando la madre le hacía mucho regalo, tomaba el agua en la boca y le lavaba todo el cuerpo, salvo la cabeza; particularmente la mollera, que nunca le llegaba a ella. Decían que hacían esto por acostumbrarlos al frío y al trabajo, y también por que los miembros se fortaleciesen. No les soltaban los brazos de las envolturas por más de tres meses porque decían que, soltándoselos antes, los hacían flojos de brazos. Teníanlos siempre echados en sus cunas, que era un banquillo mal aliñado de cuatro pies, y el un pie era más corto que los otros para que se pudiese mecer. El asiento o lecho donde echaban el niño era de una red gruesa, por que no fuese de tabla, y con la misma red lo abrazaban por un lado y otro de la cuna y lo liaban, por que no se cayese della. Al darles la leche ni en otro tiempo alguno no los tomaban en el regazo ni en brazos, porque decían que haciéndose a ellos se hacían llorones y no querían estar en la cuna; sino siempre en brazos. La madre se recostaba sobre el niño y le daba el pecho, y el dárselo era tres veces al día; por la mañana y a mediodía y a la tarde. Y fuera destas horas no les daban leche, aunque llorasen, porque decían que se habituaban a mamar todo el día y se criaban sucios, por vómitos y cámaras, y que cuando hombres eran comilones y glotones; decían que los animales no estaban dando leche a sus hijos todo el día ni toda la noche, sino a ciertas horas. La madre propia criaba su hijo; no se permitía darlo a criar, por gran señora que fuese, si no era por enfermedad. Mientras criaban se abstenían del coito, porque decían que era malo para la leche y encanijaba la criatura. A los tales encanijados llamaban ayusca; es participio de pretérito; quiere decir en tuda su significación, el negado, y más propiamente el trocado por otro de sus Padres. Y por semejanza se lo decía un mozo a otro, motejándose que su dama hacía más a otro que no a él. No se sufría decírselo al casado, porque es palabra de las cinco; tenía gran pena el que la decía. Una Palla de la sangre real conocí que por necesidad dió a criar una hija suya. La dama debió de hacer traición o se empreñó, que la niña se encanijó y se puso como hética que no tenía sino los huesos y el pellejo. La madre, viendo su hija ayusca (al cabo de ocho meses que se le había enjugado la leche), la volvió a llamar a los pechos con cernadas y emplastos de yerbas que se puso a las espaldas, y volvió a criar su hija y la convaleció y libró de muerte. No quiso dársela a otra ama, porque dijo que la leche de la madre era la que le aprovechaba. Si la madre tenía leche bastante para sustentar su hijo, nunca jamás le daba de comer hasta que lo destetaba, porque decían que ofendía el manjar a la leche y se criaban hediondos y sucios. Cuando era tiempo de sacarlos de la cuna, por no traerlos en brazos les hacían un hoyo en el suelo, que les llegaba a los pechos; aforrábanlos con algunos trapos viejos, y allí los metían y les ponían delante algunos juguetes en que se entretuviesen. Allí dentro podía el niño saltar y brincar, mas en brazos no lo habían de traer, aunque fuese hijo del mayor curaca del reino. Ya cuando el niño andaba a gatas, llegaba por el un lado o el otro de la madre a tomar el pecho, y había de mamar de rodillas en el suelo, empero no entrar en el regazo de la madre, y cuando quería el otro pecho le señalaba que rodease a tomarlo, por no tomarlo la madre en brazos. La parida se regalaba menos que regalaba a su hijo, porque en pariendo se iba a un arroyo o en casa se lavaba con agua fría, y lavaba su hijo y se volvía a hacer las haciendas de su casa, como si nunca hubiera parido. Parían sin partera, ni la hubo entre ellas; si alguna hacia de partera, más era hechicera que partera. Esta era la común costumbre que las indias del Perú tenían en el parir y criar sus hijos, hecha ya naturaleza, sin distinción de ricas o pobres ni de nobles o plebeyas.

(Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales de los Incas, 1609-1616).

martes, 2 de agosto de 2011

"Niño de lluvia"


Daniel salía poco de su casa de tres patios. Había entonces tal terror a la alfombrilla y a la tos convulsiva, que los niños mimados eran mantenidos en un enclaustramiento irritante como un secuestro. Además, nuestra educación matriarcal y semiespañola desarrollaba en esas mujeres autoritarias y erradamente espirituales, un odio al cuerpo que dolía constatar. Como trapenses instintivas, tenían un asco lamentable a la persona humana, un terror a todo contacto, a toda gracia sensual, a todo perfume de juventud; sobre todo, si este provenía del pueblo, depósito natural de gracias juveniles.

Ya el simple hecho de apoyar un brazo sobre un hombro amigo era para ellas ‘un acto sucio’. Todo lo que llevaba una fuerza de persuasión en su propio encanto era mirado como ‘cosa rara’ o ‘costumbre perversa’. Así, pues, Daniel vivía espiado y alejado sistemáticamente de todo contacto humano. La servidumbre masculina adulta fue suprimida de la casa desde toda eternidad, como en los conventos. ‘Los hombres, decían las señoras, son sucios e inmorales por naturaleza; además, seducen a las sirvientas, y esto, cuando no tienen malas costumbres’. Sólo el cochero, un anciano de largos bigotes, era tolerado en la casa; pero ‘puertas afuera’, como un mal pensamiento.

Las sirvientas debían ser feas hasta la caricatura. Muy limpias y muy feas. Así las dueñas de casa experimentaban la satisfacción de ver en torno suyo un mundo que no las sobrepasaba en atractivos y que ofrecía su fealdad como un perpetuo homenaje a la pureza.

Estas cosas, en el fondo, ocultaban una gran perversión del gusto y del verdadero sentido de la moral. Fue por ellas que Daniel perseveró más tarde en su espíritu de contradicción, cantando en el cuerpo, la belleza y la vida, eternamente ultrajadas en su infancia. En la edad madura, llegó hasta a hacerse reprobar por su afán pagano de exaltar las formas. Porque nuestro ambiente, nacido como él en la sumisión a la fealdad y la hipocresía, siguió rindiéndoles un culto que Daniel rechazó desde el comienzo con un gesto altivo de seguridad.

(Benjamín Subercaseaux, Niño de lluvia, 1938).

miércoles, 27 de julio de 2011

Los límites del derecho


“Se puede afirmar que si se convocara un referéndum popular para el reconocimiento del “derecho” de los niños a crecer en las condiciones adecuadas y a desarrollar su personalidad emocional e intelectual, con toda seguridad el ciento por ciento de las respuestas serían afirmativas. No sólo porque el tema de los niños es de los que despiertan los buenos sentimientos sino porque sería difícil sostener lo contrario. No obstante, este derecho, que existe así en la consciencia de la gente común, no puede ser realizado “jurídicamente”. El legislador puede aprobar una ley que sancione el carácter fundamental de este derecho, pero ello no cambia en nada la realidad”.
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“A pesar de todo, el niño, como enseña la amplia literatura actual sobre el tema, necesita espacios adecuados –plazas, calles y parques naturales donde se pueda mover y encontrar con otros niños- y tiempo disponible para realizar sus juegos y descubrir el entorno que lo circunda; necesita además el afecto no opresivo y personal de los adultos que están cerca de él. En suma, la libertad del niño requiere otra ciudad, una ciudad no dominada por un tráfico caótico y contaminante, donde el cemento no haya cubierto hasta el último jardín; necesita una organización distinta del tiempo de trabajo de los padres (de la madre en particular) y unas estructuras educativas altamente especializadas, etc. En definitiva, necesita una reforma de nuestra forma de vivir y de nuestro hábitat, de nuestra organización urbana y social y de nuestro modo de pensar”

(Pietro Barcellona, Estrategia de derechos y democracia, en "Posmodernidad y comunidad", 1993).

Lo que se pierde (o destruye) en el camino


“Los padres, a quienes por lo general hay que acreditar el mérito de los resultados obtenidos con la educación más temprana, tienen pleno derecho a sentirse orgullosos por haber logrado convertir al lactante ruidoso, molesto y sucio, en un escolar obedientemente sentado ante su pupitre. Pocos son en el mundo los terrenos en que se logra realizar una transformación semejante”.

No obstante, hay reservas que hacer:

“Una de ellas deriva de la observación. Quien haya tenido oportunidad de intimar o jugar con niños de 3 a 4 años, quedará sorprendido ante la riqueza de su fantasía, la amplitud de sus horizontes, la claridad de su inteligencia, la inexorable lógica de sus preguntas y de sus conclusiones…”

“Una vez alcanzada la edad escolar, esos mismos niños causarán al adulto que trate con ellos la impresión de ser más bien tontos, simples y poco interesantes. Con asombro nos preguntamos dónde ha ido a parar su inteligencia y su originalidad. El psicoanálisis nos revela que estas dotes del niño no han podido resistir las exigencias que se les plantearon, llegando poco menos que a extinguirse al cabo de los 5 primeros años de vida. Es, pues, evidente que el empeño de inculcar al niño una buena conducta no está desprovisto de riesgos. Las represiones que demanda, las formaciones reactivas y las sublimaciones que han de establecerse, tienen su precio. En efecto, junto con gran parte de sus energías y talentos se sacrifica la espontaneidad del niño”

(Anna Freud, Introducción al psicoanálisis para educadores).

miércoles, 25 de mayo de 2011

Presentación a un texto a ser editado prontamente en un país vecino

Al explicar el método usado en su libro “Castigo y civilización. Una lectura crítica sobre las prisiones y los regímenes carcelarios” (Gedisa, 2006), John Pratt justifica el haber excluido de su investigación a los menores de edad, en los siguientes términos: “Los menores de edad han sido excluidos dado que, en el mundo moderno, sus regímenes penales siempre han sido más innovadores y por tanto menos anquilosados en términos de reflejar los valores culturales centrales y más periféricos al pensamiento penal mayoritario”. Pese a que el libro de Pratt se centra en la evolución de la relación entre castigos y civilización en el mundo anglosajón, su afirmación acerca del carácter innovador de la respuesta frente a la delincuencia infantil y adolescente es aplicable también a nuestro medio. No obstante, de dicha afirmación no se logra concluir nada en relación a la naturaleza de dicha respuesta diferenciada, y tampoco si es que ésta resulta en definitiva algo mejor o peor que el derecho penal propiamente tal.

Para poder pronunciarse sobre esto, es necesario el estudio de la historia de la relación entre Derecho e Infancia y en concreto a la revisión de las distintas maneras en que el control social ha afectado a niños y niñas en cada tiempo y lugar. Para ubicarnos en medio de esta amplia variedad de formas de control punitivo aplicado a los niños en la historia, bastará con referirse a dos ejemplos que tal vez constituyan dos polos de entre estas distintas posibilidades.

En un extremo tenemos una disposición penal escandinava del siglo XII que decía lo siguiente: “Al ladrón se le cortarán las dos manos, pero si es menor, sólo una”. Pese a su crudeza, no se puede desconocer que una norma así reconoce la “especificidad” de la infracción penal cometida por menores de edad, y que garantiza en todos los casos una reducción sustancial del castigo en comparación al que resulta aplicable a los adultos. Diría que este ejemplo grafica bastante bien uno de los posibles modelos de justicia juvenil: el del “derecho penal atenuado”.

En el otro polo, me permito citar al Pinocchio de Carlo Collodi, quien en sus aventuras se topa bastante rápido y seguido con distintos órganos del control social duro (policías, jueces, carceleros), y sin necesidad de haber cometido delito alguno, pasa cuatro meses de su vida de muñeco de madera en la prisión del país llamado “Atrapatontos”. Recomiendo a todo interesado en la historia del control social de la infancia la lectura íntegra del texto, pero en lo que aquí interesa me remito especialmente al capítulo XIX, titulado “Roban a Pinocho sus monedas de oro y además le tienen cuatro meses en la cárcel”. Lo interesante en este caso es que no sólo no hubo acusación ni sospecha alguna en orden a que el muñeco de madera hubiera infringido las leyes penales, sino que él acudió por su propia voluntad al juez (“un simio de la raza de los gorilas”) denunciando que le habían sustraído mediante engaños sus monedas de oro. El juez procede a escucharlo con mucha atención, se “enternecía” escuchando el relato, y “se notaba que sentía gran compasión”, luego de lo cual llamó a sus guardias (unos mastines) y les dijo: “A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro, así que ¡prendédle y a la cárcel con él!”. En esta cárcel permaneció cuatro meses, y aquí llegamos al punto más sintomático de todo esto: cuando todo los “malhechores” del reino fueron liberados por orden del Soberano, Pinocho permaneció en prisión, pues tal como se le dijo desde el inicio, él estaba ahí por otras razones. En su desesperación por salir del encierro, el muñeco se ve obligado a decir que “entre otras cosas” también él es un malandrín, y sólo en ese momento se le muestra la puerta de la cárcel y se le dice que puede salir si quiere. En este relato que tan bien ejemplifica el espíritu de la época (fines del siglo XIX, cuando la llamada “Escuela Positiva” de la criminología arrasaba y cumplía muy bien su función ideológica de justificación seudocientífica del orden social) tenemos todas las características del otro gran modelo histórico de justicia juvenil: el sistema tutelar o de la “situación irregular”.

Ambos modelos son más o menos “innovadores” en relación al sistema penal aplicado a los adultos. En el primer caso tal vez no tanto, puesto que se podría decir que lo que se aplica es el mismo derecho penal de los adultos y que la reducción de la pena a aplicar es meramente cuantitativa y se justifica en base a la sola idea de proporcionalidad. Pese a ello, la concepción de la infancia que está detrás de dicha disposición es bastante clara: se concibe al niño como algo diferente al adulto, y en base a ello se garantiza que en todos los casos la pena que va a recibir será inferior a la del adulto juzgado por los mismos hechos (algo que en muchos de nuestros países, a 21 años de la Convención sobre los Derechos del Niño, todavía no está garantizado). En el segundo modelo, la innovación es parcial: la aplicación de castigos se rige por criterios diferentes a los propiamente penales, a incluso podríamos conceder que se trata de criterios “pedagógicos” (“pedagogo” es la palabra que designaba entre los griegos al esclavo que se encargaba de conducir de la mano a los hijos de buenas familias de ida y vuelta entre la casa y la escuela, de ahí proviene la idea de que la pedagogía “conduce” al niño), pero nada de eso modifica el hecho esencial de que a la larga es castigo es el mismo: privación de libertad, que generalmente y a pesar de la retórica “tutelar”, se cumple en los mismos recintos penitenciarios de los adultos.

Ambas opciones que hasta aquí hemos mencionado deben ser descartadas a inicios del siglo XXI. Desde 1989 la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (en adelante, la “CDN”) postula claramente dos cosas que resultan obligaciones para la sociedad y el Estado:

a) Los niños y niñas pueden ser juzgados penalmente, pero siempre en el marco de “leyes, procedimientos, autoridades e instituciones específicos para los niños de quienes se alegue que han infringido las leyes penales o a quienes se acuse o declare culpables de haber infringido esas leyes” (artículo 40.3).

Con esto debe morir irremediablemente cualquier forma de aplicación del mismo “derecho penal de adultos” a los menores de 18 años de edad, pero subsiste en pie el desafío permanente de poder construir tanto a nivel intelectual, doctrinal y normativo (“sistema penal estático”), como en el plano de la aplicación práctica (“sistema penal dinámico”), un derecho no sólo “diferente” sino que sustancialmente mejor que el derecho penal de adultos.

b) En el contacto del Estado con niños y niñas a través de su aparato penal, no existe pretexto alguno para dejar de lado las garantías esenciales que son propias al Derecho penal de la modernidad, y que se afirman directamente desde la obra de Beccaria hasta distintos instrumentos del Derecho internacional de los derechos humanos, llegando así hasta las letras a) y b) del artículo 40 de la CDN. Cabe destacar que estas garantías se enuncian ahí como un piso mínimo, y que existen varias buenas razones para sostener que, en comparación al Derecho penal de adultos, todas ellas deben operar de manera más intensa y reforzada cuando se trata de menores de 18 años de edad.

De esta forma la CDN ha asestado un golpe mortal a cualquier pretensión “neotutelarista” de negar o flexibilizar estas garantías mínimas en aras de una “intervención pedagógica”.

Hasta aquí me he referido a lo que como operación reflexiva resulta más fácil: usar la CDN como un test que nos permite señalar las dos modalidades extremas de justicia juvenil cuya legitimidad (y legalidad) resulta claramente descartable. Pero tengo claro que lo difícil es lo que viene inmediatamente a continuación, luego de hacer esta constatación, y es a ello a lo que se refiere este libro. La pregunta base que debe guiar esta operación es la siguiente:

¿Cómo hacemos desde cada una de nuestras realidades y posiciones para construir una justicia juvenil con base en la CDN, que haga realidad la proclamación de que en relación a ella el niño tiene derecho a “ser tratado de manera acorde con el fomento de su sentido de la dignidad y el valor, que fortalezca el respeto del niño por los derechos humanos y las libertades fundamentales de terceros y en la que se tengan en cuenta la edad del niño y la importancia de promover la reintegración del niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad” (artículo 40.1 de la CDN)?

Esa pregunta nos remite directamente a otras:

¿Qué modelos de justicia juvenil son compatibles con estas orientaciones y prescripciones? ¿Qué política criminal debemos promover respecto de los diferentes tramos de edad de vida de las personas? ¿Qué sanciones y/o medidas aplicar cuando un niño, niña o adolescente se encuentra en estas situaciones? ¿Cómo debemos aplicar dentro del sistema de justicia juvenil el principio del interés superior del niño? ¿Qué hacer en relación a niños y niñas que pertenecen a pueblos indígenas (esto en relación a las disposiciones del Convenio Nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo que obligan a los Estados a reconocer la particularidad de estas personas dentro del sistema penal)? ¿Cual es la responsabilidad de los jueces, policías, abogados, educadores, familiares, medios de comunicación y en definitiva todo el resto de la sociedad en la prevención y reacción frente a la llamada “delincuencia juvenil”?

Estas son sólo algunas preguntas que se han planteado y se siguen planteando en el debate entre quienes efectivamente nos tomamos los derechos y la infancia en serio. Lamentablemente, en otros niveles este debate aparece y desaparece, desde una óptica bastante distinta, entre la alarma pública y la banalización mass-mediática de los temas en cuestión, y en base a estos criterios que en los momentos decisivos resultan claramente hegemónicos se tomas decisiones fundamentales, se legisla y aplica el derecho, casi siempre con resultados negativos cuando no desconcertantes. Cuando el tema se toma en serio, nos encontramos con que no existe un único modelo de justicia juvenil en la CDN, sino que una serie de criterios y directrices que en la medida que estén a la base de la respuesta penal especial para este segmento etáreo autorizan a la mayor creatividad e innovación posibles. A estas alturas, además de lo señalado por la CDN y otros instrumentos relacionados (Reglas de Beijing, Reglas de La Habana y Directrices de Riad), contamos con la Observación General Nº 10 del Comité de Derechos del Niño (2007), sobre los derechos del niño en la justicia juvenil, que constituye tal vez el esfuerzo más elevado y completo por definir una política general en la materia.