miércoles, 27 de julio de 2011
Lo que se pierde (o destruye) en el camino
“Los padres, a quienes por lo general hay que acreditar el mérito de los resultados obtenidos con la educación más temprana, tienen pleno derecho a sentirse orgullosos por haber logrado convertir al lactante ruidoso, molesto y sucio, en un escolar obedientemente sentado ante su pupitre. Pocos son en el mundo los terrenos en que se logra realizar una transformación semejante”.
No obstante, hay reservas que hacer:
“Una de ellas deriva de la observación. Quien haya tenido oportunidad de intimar o jugar con niños de 3 a 4 años, quedará sorprendido ante la riqueza de su fantasía, la amplitud de sus horizontes, la claridad de su inteligencia, la inexorable lógica de sus preguntas y de sus conclusiones…”
“Una vez alcanzada la edad escolar, esos mismos niños causarán al adulto que trate con ellos la impresión de ser más bien tontos, simples y poco interesantes. Con asombro nos preguntamos dónde ha ido a parar su inteligencia y su originalidad. El psicoanálisis nos revela que estas dotes del niño no han podido resistir las exigencias que se les plantearon, llegando poco menos que a extinguirse al cabo de los 5 primeros años de vida. Es, pues, evidente que el empeño de inculcar al niño una buena conducta no está desprovisto de riesgos. Las represiones que demanda, las formaciones reactivas y las sublimaciones que han de establecerse, tienen su precio. En efecto, junto con gran parte de sus energías y talentos se sacrifica la espontaneidad del niño”
(Anna Freud, Introducción al psicoanálisis para educadores).
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