LA ADOLESCENCIA
COMO ENFERMEDAD Y EL JOVEN INFRACTOR COMO FETICHE. IMÁGENES DE UNA SOCIEDAD
OBSESIONADA CON EL CONTROL.
Julio
Cortés Morales
(Prólogo a la reedición del libro "Los hijos del Estado", de Luis Eduardo Morás, SERPAJ Uruguay, 2012).
“Pienso una
vez más que los jóvenes nos marcan el camino para modificar nuestros procesos
mentales. Debemos ubicar el futuro –como si fuera el niño nonato encerrado en
el vientre de la madre- dentro de una comunidad de hombres, mujeres y niños,
entre nosotros, como algo que ya está aquí, que ya está listo para que lo
alimentemos y lo ayudemos y lo protejamos, antes de que nazca, porque de lo
contrario será demasiado tarde. De modo que, como dicen los jóvenes: El Futuro
Es Ahora” (Margaret Mead).
1.- Tanto la
infancia como la adolescencia son categorías sociales permanentes en la
estructura de nuestras sociedades. En ambos casos ocurre que sobre ciertos
elementos o datos naturales (el nacimiento y la dependencia estricta de los
infantes más pequeños en relación a los adultos en un caso, y la pubertad en el
otro) se construye un complejo entramado de percepciones y representaciones
sociales que pertenecen al ámbito de la cultura, y que en tanto construcciones
sociales variables en el tiempo y el espacio conforman una especie de “segunda
naturaleza”.
En la medida en que
cada comunidad o sociedad humana adscribe a una determinada cosmovisión que
incluye entre otras cosas la posición y función que en ella tienen niños/as y
jóvenes, podemos decir que dicha visión de mundo incluye ideologías de infancia
y de adolescencia: se trata de lo que en términos althusserianos sería una
“ideología en general”, a diferencia de los “ideologías particulares” (que
siempre encubren intereses de clase)[1].
Estas visiones
de mundo o ideologías generales se naturalizan al punto que ciertas
características o atributos meramente contingentes pasan a ser percibidas y
vividas como esenciales (por ejemplo, el estatuto de dependencia y “minoridad”
otorgado en nuestras sociedades a los niños y niñas hasta mucho después de la
fase de dependencia estricta de los adultos, o el carácter patológico o de
crisis atribuido en la modernidad a la adolescencia)[2].
2.- Todo esto
debe ser considerado a la hora de analizar la relación entre la infancia y la
adolescencia con el Derecho de una sociedad. El Derecho, como ya se ha
señalado, no es sólo un “reflejo” de las condiciones propias de determinada
estructura social, sino que a la vez prefigura y configura gran parte del
funcionamiento de la misma (por ejemplo, en la modernidad burguesa, mediante la
“ideología del derecho igual”). Por eso, si en un sentido el Derecho tan solo
recoge las principales representaciones socialmente vigentes en relación a la
concepción de la infancia y la adolescencia, en otro funciona como un vehículo
de transformación directa o indirecta de la posición real de los niños y niñas
en la sociedad, individual y colectivamente considerados[3].
El problema es
que la ideología jurídica generalmente está anclada en una visión tanto de la
infancia como del propio fenómeno jurídico que no sólo no se concibe de acuerdo
a sus particulares determinaciones históricas, sino que pretende hacer pasar
dicha perspectiva como “natural”. Así es posible entender a Qvortrup cuando
plantea que la dependencia legalmente estipulada en relación a niños/as y
adolescentes ha repercutido en la invisibilidad característica de estos
colectivos dentro de la vida de nuestras sociedades, dependencia e
invisibilidad que tan sólo un esfuerzo teórico consciente, como el que ha
caracterizado a la nueva sociología de la infancia en las últimas décadas, han
posibilitado empezar a superar.
3.- Si fuera por
establecer tres grandes modelos de relación entre el derecho y la
infancia/adolescencia en la historia, podríamos decir que el más tradicional es
el que considera que los niños y niñas están subsumidos en la estructura
familiar, perteneciendo por ende al ámbito de lo privado, donde están sometidos
a los poderes del padre de familia (a quien le deben respeto y obediencia).
Este modelo es el propio del Derecho privado romano, donde el pater familias ejerce distintos poderes
sobre los alieni iuris que tiene bajo
su dependencia estricta, y por extraño que parezca, tras siglos de desuso fue
resucitado a fines de la Edad media en cuerpos como las Siete Partidas de
Alfonso El Sabio, para terminar siendo el modelo adoptado en los procesos de
codificación del siglo XIX, mezclado con algo de Derecho canónico. De ahí que
el grueso de las instituciones y características propias del Derecho de familia
decimonónico obedezca a esa inspiración, por ejemplo a través de la influencia
de la Partida Cuarta, que es la que consagra entre otras cosas distintas categorías de filiación, las edades
de la vida, y la patria potestad.
En este esquema
histórico el segundo gran modelo surge cuando la creciente preocupación pública
por los niños, que comienza a ser notoria a fines del siglo XIX e inicios del
siglo XX -lo que para la tesis dominante en la historiografía constituye un
síntoma de la hegemonía de la ideología o “sentimiento” moderno de la infancia-,
llega a plasmarse en la generación de leyes e instituciones creadas para
enfrentar el aspecto infanto-adolescente de la “cuestión social”. Estamos aquí
en los orígenes del llamado “sistema tutelar de menores”, que si bien es
correcto caracterizar desde una mirada criminológica como una forma de
extensión (y desformalización) de los mecanismos de control socio-penal
aplicables a un sector de la población, se
enmarca también en un proceso de transformaciones profundas del tipo de
Estado, desde uno más clásicamente liberal a un Estado social propio de la
época de consagración de la segunda generación de derechos fundamentales. De
ahí la ambivalencia característica entre una intencionalidad discursivamente
protectora, y una materialidad esencialmente controladora y punitiva.
Mientras el
espíritu propio del primer modelo consistía en entregar el cuidado y
disciplinamiento de los hijos a sus padres, dentro de una esfera de autonomía
del pater familias que el Estado
debía respetar y promover, las legislaciones “tutelares” compensan dicha
tendencia saltando hacia el extremo contrario: el Estado debe intervenir
autoritariamente en relación a niños/as que no son adecuadamente socializados
en sus familias o contextos de origen. El fundamento de esta intervención y las
maneras en que efectivamente se concretan han sido objeto de una amplia
cantidad de literatura dedicada a la crítica del llamado “enfoque tutelar”,
desde el conocido análisis desmitificador de Anthonny Platt en “Los salvadores
del niño”, a la abundante literatura de promoción de la Convención sobre los
Derechos del Niño en el continente basada en la confrontación de modelos
(“situación irregular” versus “protección integral”). Lo interesante es
destacar que ideológicamente este modelo se apoya en una mezcla de filantropía
religiosa con positivismo criminológico, y que en sus inicios resulta explícita
la alusión a la idea de que el Estado debe asumir la tutela de este sector de
la infancia/adolescencia, los “menores”, como si él fuera un sustituto del padre.
La consagración
explícita de un conjunto de derechos en relación al niño/a concebido como un
sujeto es propia de lo que podemos entender como el tercer modelo, expresado
principalmente en la Convención de Derechos del Niño de 1989, que en cierta forma
puede ser considerada una síntesis creativa y superadora de los dos momentos o
modelos previos, en la medida que concibe al niño/a en contacto como un sujeto
de derechos en cada uno de los ámbitos en que se despliega su existencia
(familia, barrio, escuela…), y que en relación a esos derechos existen deberes
correlativos de la familia, la sociedad y el Estado (que es lo que expresamente
consagra el artículo 19 de la Convención Americana de Derechos Humanos).
4.- El texto de Luis
Eduardo Morás, publicado originalmente a inicios de la última década del siglo
XX, es una radiografía del “segundo modelo” tal como fuera diseñado, instalado
y aplicado en Uruguay. Su título, “Los hijos del Estado”, refleja exactamente
cuál es la concepción de fondo para los creadores del “modelo de
protección-control de menores”: ante la inexistencia o inadecuación de sus
propios padres, es el Estado quien directa asume la tutela de estos niños y
niñas. Por eso en el contexto anglosajón se usó la expresión en latín parens patriae para referirse a este
tipo de poder/intervención del Estado sobre la infancia.
A estas alturas
resulta bastante claro lo engañoso de dicha pretensión: en aras de una
intervención “tutelar”, lo que en realidad ocurría era una forma de
criminalización disfrazada y reforzada. La constatación de este fraude ocurrió
en el propio contexto norteamericano durante los años 60, partiendo con la
sentencia de la Corte Suprema en el famoso caso In re Gault.
Morás traza la
trayectoria de los inicios de la exportación de dicho modelo a Uruguay, hasta
su crisis que resulta correlativa a la del Estado de Bienestar y la entrada en
escena de los discursos de tolerancia cero y campañas de ley y orden,
distinguiendo tres grandes momentos dentro del siglo XX (los años 30, los años
50, y los 80). La crisis del modelo coincide con la llamada “post-restauración
de la democracia” (concepto que en Chile, por su diversa historia
político-institucional, no ha tenido aplicación, y en su lugar se ha hablado
más bien de una larguísima “transición a la democracia” que según algunos ya
terminó –aunque se discrepa acerca del momento en que se habría verificado
dicho final-, y que según otros no terminará mientras no se apruebe otra
Constitución que entre otras cosas ponga fin al modelo económico e
institucional generado en dictadura y modificado en democracia pero sin afectar
nunca su esencia). En este período de crisis, Morás hace notar que la
tradicional dupla “protección-control” tiende a abandonar el primer término en
favor de una hegemonía casi total del segundo, todo ello en el contexto de un
desfase entre la democracia política (formal) y la democracia social
(material), y un incremento de lo que el autor llama la “defensa autoritaria de
la sociedad”.
El abordaje de
Morás es sociológico, lo cual marca una importante diferencia entre su análisis
y el tipo de producto “jurídico” que más abundó en los años posteriores a la
ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño en nuestros países. Por
eso, más que en la legalidad formal y sus discursos justificadores, el énfasis
en este trabajo está puesto en el nivel de la ideología y las representaciones
sociales de la infancia, sobre todo en el discurso público asociado a problemas
relacionados con categorías de irregularidad, desviación y criminalidad. En su
análisis se accede a estos discursos y representaciones mediante el estudio de
información de prensa en cada uno de los períodos señalados.
Si hasta hace
poco tiempo la confluencia entre Derecho y Sociología se mostró particularmente
fructífera en el ámbito del estudio de la cuestión criminal y del control
social, hoy en día resulta además muy necesario avanzar en la construcción de
una perspectiva interdisciplinaria no sólo con el objeto de comprender mejor
las cuestiones “criminológicas”, sino que la propia constitución histórica de
la infancia y la adolescencia como categorías que, por sobre un dato natural o
biológico, ponen en juego una serie de elementos socio-culturales. En ese
esfuerzo, el trabajo de Morás puede ser visto como un hito que invita a seguir
desarrollando y ampliando la mirada.
5.-Hace unas
pocas décadas los autores italianos Trisciuzzi y Cambi señalaban que por sobre
una “infancia biológica”, constante en todos los grupos humanos de la historia,
eran la institución familiar y el lenguaje los agentes de socialización
encargados de convertirla en una infancia histórica, “socialmente definida y
culturalmente organizada”[4].
En el caso de la
adolescencia, la evidencia historiográfica y etnográfica ha puesto también de
relieve que a nivel de “primera naturaleza” el único dato permanente consiste
en que hacia el final de la infancia, cuando las personas tienen algo más que
diez años de vida, se produce el fenómeno de la pubertad. Por sobre ese dato
básico, la manera en que cada comunidad humana o estructura societal construye
una “segunda naturaleza” socio-cultural no puede ser sometida a
generalizaciones ni simplificaciones, sino que debe ser estudiada en su
complejidad, dinamismo y profunda diversidad[5].
Un abordaje de
este tipo nos permite deconstruir la ya larga y ampliamente naturalizada idea
de la “adolescencia” entendida como crisis bio-psico-social sobre la cual se
aplican diversos dispositivos de control, contención y normalización, que en
rigor es una idea que surge en la sociedad moderna, y que como es habitual en
el plano de las ideologías generales, pretende ser eterna y regir como válida para todo tiempo y lugar. Nuestra
sospecha es que es precisamente en base a una concepción tal de la
“adolescencia” que se apoya gran parte del discurso y prácticas punitivas que
hacen de la figura del adolescente problemático su fetiche favorito, en base al
cual se justifican todas las campañas neo-represivas a través de las cuales se
pretende resolver una serie de angustias y fobias generadas por las condiciones
actuales del mundo en que vivimos, responsabilizando precisamente a quienes no
tienen en ello ninguna responsabilidad.
A estas alturas,
el conocimiento aportado por la antropología nos enseña que en las sociedades
tradicionales lo que entre nosotros llamamos “adolescencia” no necesariamente
se vive como una crisis, y que en la medida en que a los púberes se les integra
socialmente en actividades percibidas por todos los miembros de la comunidad
como útiles para la misma, y se les permite gozar de una cierta libertad
sexual, los jóvenes “viven este período sin sobresaltos ni estrés particular”
(esto es lo que afirma Michel Fize citando los trabajos de Margaret Mead sobre
la adolescencia en Samoa[6],
y lo que resulta también observable en la no tan voluminosa literatura
existente sobre los rituales de iniciación que se aplicaban en nuestras tierras
antes de que los llamados “pueblos indígenas” fueran exterminados[7]).
La adolescencia
como problema surge en el siglo XIX, cuando “médicos, juristas y magistrados
convierten a la pubertad en una verdadera patología”[8].
Se trata en ese entonces de la edad de oro del control disciplinario, cuando la
clase dominante debe gobernar por sobre las tendencias al placer imponiendo el
“principio de realidad” propio del trabajo asalariado y la idea de civilización
que de su imposición emana. La biopolítica allí surgida incluiría una “política
de juventud” por la cual la burguesía trataría de “asegurar el poder por medio
de la escolarización, y al mismo tiempo de proteger a los jóvenes burgueses de
las tentaciones que emergen con la pubertad”[9].
La importancia
de una mirada amplia y desideologizada radica en que nos permite recordar que,
a pesar de dos siglos de naturalización de esta imagen moderna y problemática,
“la adolescencia sólo genera situaciones conflictivas en condiciones sociales
específicas”. En términos generales, cuando “se opera un desfase excesivo entre
su potencial y sus posibilidades de realización en la sociedad”[10].
Precisamente eso es lo que ocurre en la sociedad moderna, y sigue ocurriendo de
manera más dramática e intensificada en la llamada posmodernidad. Lourdes
Gaitán lo ha expresado muy bien cuando dice que “la sociedad adulta siente que
pierde el control sobre unos individuos cuyos valores no llega a comprender y
que, sin embargo, son tan producto de las condiciones sociales, económicas,
culturales o políticas del momento, como los suyos propios”[11].
6.- Se ha dicho que una sociedad no es lo que
se dice que es, sino que precisamente aquello que ella misma no puede permitir
que se diga. En el caso de nuestras sociedades, modeladas de acuerdo a la razón
instrumental propia del capitalismo occidental ya globalizado a todos los
rincones del planeta, lo que la crítica social más tradicional y/o en boga
suele destacar es su carácter desigual e injusto. Pero no se señala con la
misma centralidad e insistencia que estas sociedades son además profundamente
absurdas: Adorno, siguiendo en esto no sólo a Marx sino que a Weber, decía que
eran racionales en sus medios, pero no así en sus fines. Esto lo explica muy
bien Karl Löwith cuando dice que para Weber la “verdadera irracionalidad” es la
que se da al invertirse la relación entre medios y fin: “A través de aquello
que originariamente sólo era un mero medio –en relación con un fin pleno de
valor- se vuelve un fin mismo o un fin en sí, se autonomiza lo mediado hacia lo
propio del fin y pierde, con ello, su ‘sentido’ o fin originario, esto es, su
racionalidad con arreglo a fines, orientada en el inicio al hombre y sus
necesidades. Esa inversión caracteriza a la completa cultura moderna, cuyas
administraciones, instituciones y fábricas están tan ‘racionalizadas’ que son
las que involucran y determinan al hombre, que se ha adaptado a ellas como una
‘carcasa inflexible’”[12].
En efecto, una
sociedad que hace suya la finalidad de acumular eternamente valores de cambio
con total independencia de si sirven o no para satisfacer necesidades humanas,
y que incluso puede destinar gran parte de sus energías a fines abiertamente
destructivos, es una sociedad donde los seres humanos experimentan una pérdida
de sentido que se vive de manera particularmente intensa y dramática cuando ya
no se es infante pero todavía no se ha pasado a ser un miembro “adulto” y de
pleno derecho de la misma.
De ahí que los
adolescentes en general suelan quedar en posición de pagar los platos rotos por
ser los exponentes más visibles de una serie de contradicciones sociales de las
que derechamente no son ellos los responsables, pero que los dejan en situación
privilegiada para ser usados como chivos expiatorios en los que se reducen y
expresan concentradamente todos los
sinsentidos y excesos propios de la sociedad moderna/posmoderna.
Mientras los
niños niñas más pequeños, los que los
romanos llamaban “infantes” (porque no habían aprendido a hablar, o porque aún
“no se daban cuenta de lo que hacen”), están siendo “socializados” y de acuerdo
a la visión tradicional adultocéntrica en sus infinitas variantes, no han sido
aún incorporados a la sociedad, y mientras la mayoría de los adultos
(etimológicamente, el adultus es
quien “ha dejado de crecer”), con errores más o errores menos, están ya
plenamente incorporados a ella, son los adolescentes (según la raíz latina, adulescens es quien está creciendo) quienes
por definición presentan los mayores problemas al estar condenados casi por su
naturaleza a cometer comportamientos que la sociedad define como
“antisociales”.
Por eso es que
desde hace mucho tiempo todos los dispositivos posibles del control social
están obsesionados con los adolescentes, y de ahí que es posible afirmar que en
cierto modo la sociedad proyecta en ellos una serie de culpas que no van a
asumir los adultos y que sería demasiado feo y chocante para la imagen moderna
de la infancia descargar en los niños y niñas más pequeños. Eso explica en gran
medida por qué el sujeto/objeto favorito de las distintas oleadas de
criminalización de nuestro tiempo es siempre juvenil (además de pobre).
7.- Cada texto
debe ser leído y comprendido en su
contexto. El contexto original de recepción de la obra de Morás tiene
similitudes y diferencias con el actual. Entremedio, han transcurrido dos
décadas en que desde el mundo jurídico y político se había definido la difusión
y efectivización de la Convención sobre los Derechos del Niño como la gran
tarea de la época.
Aunque la
evaluación de dicho proceso y sus resultados parciales hasta hoy excede con
creces el objetivo de este prólogo, vale decir que la tarea se reveló como
muchísimo más compleja y ambivalente que en los diseños iniciales. Alguna vez
se ha señalado que la Convención sobre los Derechos del Niño ha producido
efectos, pero que estos han sido “efectos desconcertantes”.
En el plano
jurídico, una de las evaluaciones más problemáticas es la de los distintos
efectos de los sistemas de responsabilidad penal adolescente. Lo que en el
diseño original del proceso de reformas legislativas debiera haber sido uno de
los planos (la regulación de las consecuencias jurídico penales del importante nivel de autonomía reconocido a las
personas en esta fase de desarrollo), ha pasado a ser casi el único
reconocimiento formal detallado de esta nueva condición jurídica de los
adolescentes, dejando en desmedro todos los otros ámbitos de su vida social y
reduciendo todo un amplio programa de reformas a la consagración en definitiva del
derecho de los adolescentes a ser criminalizados, pero con respeto a las
garantías propias del derecho penal moderno.
Considerada en
sí misma, y en comparación a la falta total de garantías sustantivas y
procesales que caracterizaba a los modelos de las leyes tutelares de menores,
esta transformación debería en principio verse como positiva, aunque parcial. Pero
este Derecho penal al que han llegado los adolescentes no es en ningún caso el
“buen y viejo derecho penal liberal”, que según algunos en realidad nunca
existió, sino que el derecho penal máximo y explícitamente “expresivo” de una
época en que todos los vínculos sociales se debilitan y las distintas formas de
control se ponen al servicio de calmar la angustia protegiendo una “sensación
de seguridad”. Como ya hemos dicho, en este proceso el principal chivo
expiatorio son los adolescentes.
Por otra parte,
resulta bastante dudoso que estos nuevos sistemas de responsabilidad penal de
adolescentes se ajusten efectivamente a los estándares señalados sobre todo en
el artículo 40 de la Convención y en instrumentos más recientes como la
Observación General Nº 10 del Comité de Derechos del Niño. En concreto, más que
sistemas genuinamente especializados y basados en criterios y objetivos
distintos a los de la justicia penal de adultos, pareciera que lo que se ha
consagrado y aplicado son nuevas formas de “derecho penal de adultos atenuado”,
entendiendo así al adolescente como un adulto en miniatura más que como un
sujeto especial.
8.- En el nivel
discursivo más general, si en los 90 se había definido al nuevo modelo, el
“enfoque de derechos”, en oposición a la deslegitimada “doctrina de la
situación irregular”, hoy pareciera que las mayores amenazas contra el
bienestar de la infancia y la adolescencia provienen de una mezcla de discursos
y enfoques tutelares/represivos, donde incluso es posible apreciar el abandono
de toda retórica protectora/rehabilitadora y el surgimiento de lecturas
autoritarias y represivas de la Convención sobre los Derechos del Niño. Todo
ese complejo entramado resulta mucho más difícil de desactivar que la ideología
propia de las viejas “leyes de menores”.
Esto no
significa que haya que relativizar o disfrazar los peores defectos del “modelo
tutelar”, o que la tarea actual sea generar síntesis híbridas como la defendida
por el juez Sergio García Ramírez en el famoso voto concurrente de la Opinión
Consultiva 17 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sino que debemos
comprender que la labor de protección efectiva de los derechos individuales y
colectivos de la infancia y adolescencia implica hoy en día un esfuerzo
integral, sostenido y consciente de nadar a contracorriente de una verdadera
contrarreforma que ha sido impuesto en la agenda política de las sociedades de
control y que acude a una mezcla de ideologías tutelares, represivas e incluso
a un cierto “derecho-humanismo ingenuo” con tal de justificarse.
En este
esfuerzo, nos asiste la convicción de que el objetivo de los derechos
fundamentales no consiste solamente en poner límites a las mayores
arbitrariedades y efectos perversos del sistema social, sino que en construir
sociedades que se basen precisamente en la necesidad de hacer efectivos los
derechos de todas las personas.
En los mismos
términos usados por el artículo 28 de la Declaración Universal de Derechos
Humanos, en definitiva tenemos derecho “a que se establezca un orden social e
internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta
declaración se hagan plenamente efectivos”.
El conseguirlo es tarea de todos nosotros como miembros de la comunidad
humana.
[1] ALTHUSSER, Louis. “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”, en: ZIZEK, Slavoj (compilador).
Ideología, un mapa de la cuestión, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2003, pág. 136 y ss.
[2] Sobre lo primero, podemos ver que incluso en la Declaración Universal
de los Derechos del Niño, de 1959, en un fragmento citado en el Preámbulo de la
Convención de 1989, se define a la infancia de manera adultocéntrica,
enfatizando aquello de lo que esa fase vital carece, en oposición a la adultez:
“el niño, por su falta de madurez física
y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida
protección legal, tanto antes como después del nacimiento” (El destacado es
mío).
[3] Tal como señala Lukàcs analizando la
legalidad, “la ideología no es solamente un efecto de la organización económica
de la sociedad; es también la condición de su funcionamiento pacífico” (LUKÀCS, Gyórgy.
“Legalidad e ilegalidad”, en: Historia
y conciencia de clase, Santiago, Quimantú, 2008, pàg. 310).
[4] TRISCIUZZI Leonardo y Franco CAMBI, La infancia en la sociedad
moderna. Del descubrimiento a la desaparición. Disponible en: http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Trisciuzzi.pdf
[5] Clastres ha destacado que, a diferencia de lo que se creía hasta hace
poco, las “sociedades arcaicas” difieren profundamente entre sí, que “ninguna
se asemeja de hecho a las otras y lejos estamos de la gris repetición que
uniformaría a todos los salvajes” (CLASTRES, Pierre. La sociedad contra el
estado, Buenos Aires, Caronte, 2009, pág. 9).
[6] FIZE, Michel.
¿Adolescencia en crisis? Por el derecho al reconocimiento social, Buenos Aires,
Siglo XXI, página 134.
[7] En el caso de Tierra del Fuego, llama la atención la belleza del
ritual de iniciación conocido como “chiajóus”,
una verdadera fiesta en la cual los adultos integraban a los jóvenes de su
comunidad mediante una serie de juegos en que se imitaba a los pájaros y otros
animales de ese entorno natural: “Cada juego tiene su melodía propia…acompañado
por el canto, se imita maravillosamente bien su vida, su comportamiento, su
voz, su comer, su cortejar amoroso…no falta nada para lograr su perfección
artística” (Koppers, citado por STAMBUK, Patricia. El zarpe final. Memorias de
los últimos yaganes, Santiago, LOM, 2007, pág. 47).
[10] Ibid., pág. 135.
[11] GAITÁN, Lourdes. La nueva sociología de la infancia. Aportaciones de una mirada distinta,
en Política y Sociedad, Vol. 43 Nº1, 2006, pág. 3. Disponible en: http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2021198
[12] LÖWITH, Karl. Max Weber y Karl Marx, Barcelona, Gedisa, 2007, pág. 62.
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