jueves, 24 de abril de 2008
Vaneigem contra el trabajo infantil
Profesor universitario belga huído a París y afiliado durante un buen tiempo a la Internacional Situacionista (de la que fue uno de sus miembros más destacados e influyentes), Raoul Vaneigem publicó en 1967 su "Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones", que junto con "La Sociedad del Espectáculo" (de Guy Debord, también publicado en 1967) fueron los libros más robados en las librerías francesas los meses previos a Mayo del 68. El "Tratado" (editado en español por Anagrama) tuvo un tremendo valor de uso, ya que muchas de las mejores consignas escritas en los muros en la revuelta de mayo provenían de sus páginas. Luego de su alejamiento de la IS, Vaneigem se ha dedicado a profundizar en varios libros su particular punto de vista anticapitalista y libertario (entre ellos: "El libro de los placeres", "Aviso a los vivos sobre la muerte que los gobierna...", "Por una internacional del género humano"). Este presentación fue escrita para el libro "Contra el trabajo infantil", de Philippe Godard (editado en España por Virus).
LA ECONOMÍA DESTRUYE LA INFANCIA
El niño es la principal víctima de la sociedad de mercado, porque lleva en sí la promesa de una vida cuyo impulso está desligado de la ley del beneficio. Su crimen es no ser rentable, y crecer deprisa es el único modo de expiarlo. Emancipado -al menos en Europa- de la familia patriarcal, donde sólo era un objeto sometido al poder arbitrario y casi absoluto del padre, helo aquí, destinado desde la cuna a consumir el tiempo no destinado a la ganancia, a la espera de la edad en que tendrá el deber de producir.
La mentira del humanitarismo enmascara con un rostro humano un sistema que no es otra cosa que el sufrimiento del hombre.
El ser humano ha nacido para crear y para realizarse en el goce de sí mismo y del mundo, no para trabajar. Hasta que el proyecto de una civilización radicalmente nueva no se funde en esta certeza, la infancia no tendrá peores enemigos que los que la han destruido en sí mismos, prefiriendo el dinero a la felicidad.
¿Cómo denunciar a los que maltratan a los niños sin denunciar la inhumanidad que hace prosperar la acumulación de un capital especulativo y no socializado?
El miedo y el desprecio de la vida destilan como humores malsanos del lenguaje político, económico y social dominante. La barbarie que reina en Pakistán, en India, en el Nepal, en Colombia, en Argentina, en Rusia tienen sus defensores más fieles en los mafiosos de la especulación mundial, en los agitadores de los mercados financieros y en los homúnculos de la jet society pedófila, llevados en palmitas por la cobardía cotidiana de la prensa, la radio y la televisión.
Los negreros están por doquier. Si los toleramos en Europa, donde los periódicos los exaltan en base a su cotización en Bolsa, ¿cómo intervenir contra aquellos que se encarnizan con ellos en países cuya pobreza es explotada por el Fondo Monetario Internacional y que, para justificar el trabajo de los niños, recurren a argumentos económicos y filantrópicos de moda entre los propietarios de minas en la Inglaterra del siglo XVIII?
Philippe Godard lo subraya oportunamente: el boicot mundial a los productos obtenidos con mano de obra infantil sólo tiene sentido a condición de disponer también asociaciones locales capaces de asegurar al niño una estructura de acogida y de vida. Está claro que nosotros queremos defender la autonomía de los niños, y no legarles instituciones de asistencia y de dependencia.
Si deseamos verdaderamente que el niño juegue, puesto que la vida enseña a jugar y el juego prepara para la vida, debemos al mismo tiempo crear escuelas de un tipo nuevo y abolir una enseñanza de crianza industrial, expuesta a los peligros de epizooia y a la locura de la violencia. No podemos tolerar más un sistema educativo programado para producir esclavos informatizados. Debemos poner fin a un sistema de formación aberrante en el que el cuerpo, reducido a dos manos que aporrean el teclado de un ordenador ante la ventana de un mundo virtual, acaba desbocándose y, desconectado de toda sensibilidad humana, llega a destruir y eliminar todo lo que cae en sus manos.
La infancia, como manifestación de la vida en toda su exhuberancia, es incompatible con la economía. Aprender a sobrevivir en la jungla del mercado no es aprender a vivir. Nosotros rechazamos una enseñanza para la cual la competición, la concurrencia, el derecho del más fuerte o del más pícaro transforman en un juego de guerra, de odio, de agresividad y de muerte el juego de los verdes paraísos de la infancia, donde brota la pasión por conocer.
El derecho al trabajo es un chiste macabro. El trabajo ha sido siempre una maldición. No nos salva de la miseria, nace de la miseria y la genera, porque está sometido a un beneficio que la escasez acrecienta.
La sumisión al dinero produce una riqueza abstracta que empobrece la vida, además de poner en peligro la supervivencia del planeta.
Lo urgente no es atenuar la barbarie, sino suprimirla. La lucha contra el sufrimiento de los menores es una lucha internacional y absoluta. En el corazón de la batalla contra el gulag mundial creado por la economía del sufrimiento está la conciencia de que la creatividad propia de cada individuo debe prevalecer en todas partes, y de que en todas partes está en disposición de cortar los nudos inextricables de la alienación del mercado.
Por ello, ninguna empresa interesada sinceramente en hacer surgir y desarrollarse la humanidad de la infancia descuidará favorecer la institución de la nueva escuela y relacionar entre sí, a nivel local e internacional, lugares de producción donde la calidad del producto esté de acuerdo con la calidad del tratamiento garantizado al productor.
La creación de sí mismos y de un ambiente favorable permitirán abolir la más antigua de las maldiciones, aquella que niega el simple y natural placer de vivir a cualquiera que esté obligado a ganar dinero.
Es así que un proyecto de vida social basado en la calidad de las relaciones humanas y en un sistema de producción que emplee recursos naturales renovables y no contaminantes puede introducirse y forzar -hasta destruirla- una sociedad en que el aburrimiento, la ausencia de imaginación, el resentimiento y la falta de creatividad son peores que el hambre, porque empobrecen en nombre del beneficio todo aquello que puede enriquecerse en nombre de la capacidad de los seres humanos.
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