martes, 28 de octubre de 2008

Programa de un Teatro Infantil Proletario, por Walter Benjamin (1928)


NOTA INTRODUCTORIA

Todo movimiento proletario, una vez salvado de la discusión parlamentaria, ve ante sí a la nueva generación como la potencia más fuerte y también la más peligrosa de las muchas fuerzas a las cuales se halla expuesto repentinamente y sin estar preparado. La autoconfianza de la estulticia parlamentaria se origina precisamente en el hecho de que los adultos permanecen relacionados entre sí. En los niños, en cambio, las frases hueras no influyen para nada. En un año se puede lograr que los niños de todo el país las repitan. Pero la cuestión es cómo lograr que dentro de diez o veinte años se cumpla con el programa del partido. Y en esto las palabras rimbombantes no contribuyen nada.

La educación proletaria tiene que levantarse sobre el programa del partido, mejor dicho sobre la conciencia de clase. Pero el programa del partido no es un instrumento para la educación de la conciencia de clase, porque la ideología, de por sí importantísima, al niño le llega únicamente como frase huera. Simplemente preguntamos y continuaremos preguntando con qué instrumentos se cuenta para educar la conciencia de clase de los niños proletarios. Dejaremos de lado en lo que sigue, la enseñanza científica; porque mucho antes de poder enseñar a los niños la técnica, la historia de clases, la elocuencia, etc., en forma proletaria, es necesario educarlos en forma, proletaria. Empezamos a los tres años cumplidos.

La educación burguesa de los niños pequeños es asistemática a causa de la situación de clase de la burguesía. Por supuesto que ésta tiene su sistema educacional. Pero lo inhumano de sus contenidos se revela en el hecho de que fracasan ante la temprana niñez. A esa edad, sólo lo veraz puede surtir un efecto productivo. La educación proletaria de los niños pequeños tiene que distinguirse de la burguesa ante todo por el sistema. Y en este caso, sistema quiere decir marco. Sería un estado insoportable para el proletariado si, como sucede en los jardines de infantes de la burguesía, cada seis meses entrara en su pedagogía un método nuevo con los últimos refinamientos psicológicos. En todos los terrenos —y la pedagogía no es una excepción— el interés por el “método” es una actitud típicamente burguesa, es la ideología del “seguir mal que bien como hasta ahora” y de la pereza. De modo, pues, que la educación proletaria necesita, antes que nada y sin falta, un marco, un ámbito objetivo dentro del cual educar. No necesita, como la burguesía, una idea para la cual educar.

Fundamentaremos aquí por qué el marco de la educación proletaria, desde los tres hasta los trece años cumplidos, es el teatro infantil proletario.

La educación del niño debe abarcar toda su vida.

La educación proletaria debe realizarse dentro de un espacio limitado.

He aquí la dialéctica positiva de la cuestión. Ahora bien, como la vida entera, en su abundancia infinita, aparece única y exclusivamente en el teatro dentro de un marco y como espacio; por eso el teatro infantil proletario es para el niño proletario el lugar de educación dialécticamente fijado.

ESQUEMA DE LA TENSIÓN

No consideraremos si el teatro infantil, del cual hablaremos ahora, mantiene o no una relación precisa con el gran teatro en los puntos culminantes de su historia. En cambio, afirmamos con toda energía que ese teatro nada tiene en común con el de la burguesía actual. El teatro de la burguesía de hoy tiene un condicionamiento económico, está determinado por el lucro. Desde un punto de vista sociológico es, delante y detrás de bastidores, fundamentalmente un instrumento de sensación. No así el teatro infantil proletario. Así como la primera acción de los bolcheviques fue levantar en alto la bandera roja, así su primer instinto los llevó a organizar a los niños. En el seno de esa organización, y como su centro, se desarrolló el teatro infantil proletario, tema fundamental de la educación bolchevique.

La contraprueba, que no deja resquicio, es el hecho de que nada considera la burguesía más peligroso para los niños que el teatro.

Esto no es tan sólo un efecto residual del viejo espantajo del comediante vagabundo que secuestraba a los niños. Lo que se expresa, más bien, en esta resistencia es la angustiada conciencia de que el teatro despierta la poderosa fuerza del futuro en los niños. Y esa conciencia hace que la pedagogía burguesa proscriba el teatro. Cuál no sería su reacción si sintiera de cerca el fuego que en los niños producen realidad y juego amalgamados y confundidos de tal modo que los sufrimientos representados pueden convertirse en verdaderos y que las bofetadas simuladas se convierten en reales.

Sin embargo, las funciones de ese teatro no son, como las de los grandes teatros burgueses, la meta específica del esforzado trabajo colectivo que se realiza en los clubes infantiles. Allí, las funciones se producen como de paso, podría decirse por descuido, casi como una travesura de los niños, que de esa manera interrumpen el estudio que, por principio, nunca termina. El director concede poca importancia a esos finales. A él le interesan las tensiones que se resuelven en tales funciones. Las tensiones del trabajo colectivo son las que educan. Ese sistema prescinde del precipitado trabajo educativo, tardío e inmaduro, que el régisseur burgués verifica en el actor burgués. ¿Por qué? Porque en el club infantil no podría mantenerse ningún director que intentara, de manera típicamente burguesa, influir en los niños directamente como “personalidad moral”.

Allí no existe influencia moral. Tampoco existe influencia directiva.

(Y en éstas se basa la régie del teatro burgués.) Lo único que cuenta es la influencia indirecta del director sobre los niños por medio de materiales, tareas, actos. Los inevitables equilibramientos y correcciones surgen de la propia colectividad infantil. A ello se debe que las funciones del teatro infantil causen en los adultos el efecto de una auténtica instancia moral. Un público que se sintiera superior no tendría lugar posible frente al teatro infantil. El que todavía no se haya idiotizado por completo tal vez sienta vergüenza.

Pero esto tampoco nos lleva adelante. Los teatros infantiles proletarios, para ser fructíferos, exigen inexorablemente un ente colectivo como público. En una palabra: la clase. Por otra parte, sólo la clase obrera posee el sentido infalible de la existencia de entes colectivos.
Tales entes colectivos son el mitin, el ejército, la fábrica.

Pero también lo son los niños. Y es privilegio de la clase obrera el prestar mucha atención al ente colectivo infantil, al que la burguesía no podrá ver jamás. Ese cuerpo social irradia no sólo las fuerzas más potentes, sino también las más actuales. De hecho, la actualidad de la creación infantil no tiene igual. (Remitimos a las exposiciones más recientes de dibujos infantiles.)

Al restar importancia a la “personalidad moral” del director, se libera una fuerza enorme, que favorece la esencia misma de la educación: la observación. Sólo ella constituye el núcleo de un amor no sensiblero. Cualquier amor pedagógico que no pierda —en nueve de cada diez casos— el coraje y las ganas de corregir, al observar la vida infantil, carece de efectividad. Es sensiblero y vano. Para la observación, en cambio —y con ella empieza la educación— toda acción y todo gesto infantil se convierten en señal. No tanto en señal del inconsciente, de lo latente, reprimido, censurado, como pretende el psicólogo, sino en señal de un mundo en el que el niño vive y manda. El conocimiento del niño, que se ha ido gestando en los clubes infantiles rusos, ha permitido formular el postulado de que el niño vive en su mundo como un dictador. Por eso, la “teoría de las señales” es más que una mera palabra. Casi todo gesto infantil es orden y señal de un medio del cual sólo unos pocos hombres geniales abrieron una perspectiva. El primero de ellos fue Jean Paul.

La misión del director consiste en liberar las señales infantiles del peligroso reino mágico de la mera fantasía y llevarlas hacia su realización en lo material. Esto se lleva a cabo en los distintos departamentos.

Sabemos —para hablar tan sólo de la pintura— que también en esa actividad infantil lo esencial es el gesto. Honrad Fiedler fue el primero en demostrar, en sus Schriften über Kunst [Escritos sobre el Arte.], que el pintor no es un hombre de visión más naturalista, poética o estática que otra gente. Es un hombre que ve más de cerca con la mano allí donde el ojo no alcanza, que transmite la inervación receptora de los músculos ópticos a la inervación creadora de la mano. Todo gesto infantil es una inervación creadora exactamente relacionada con la inervación receptiva. Incumbe a los distintos departamentos desarrollar ese gesto infantil hacia las diversas formas de expresión, hacia la confección de utilería, pintura, recitación, música, danza e improvisación.

En todas ellas, la improvisación es el núcleo central; en última instancia, la representación teatral no es más que la síntesis improvisada de ellas. La improvisación es lo predominante; ella es el estado de ánimo del cual surgen las señales, los gestos señaladores.

La representación teatral tiene que ser la síntesis de esos gestos, precisamente porque sólo en esa síntesis se halla esa súbita unicidad que constituye el espacio genuino del gesto infantil. Lo que se obtiene de los niños por la fuerza, como “rendimiento” acabado, nunca puede compararse, en cuanto a autenticidad, con la improvisación.

El aristocrático diletantismo que buscaba esas “realizaciones artísticas” de los pobres educandos, al final sólo llenaba sus armarios y memorias con baratijas, que se cuidaban con gran piedad para atormentar después a los propios hijos en memoria de la juventud de los padres. Lo que persigue toda realización infantil no es la “perpetuidad” de los productos, sino el “momento” del gesto.

El teatro, por ser arte perecedero, es infantil.

ESQUEMA DE RESOLUCIÓN

El objeto de la labor pedagógica en los departamentos es la representación teatral como resolución de la tensión. Allí el director desaparece por completo. Porque ninguna sabiduría pedagógica es capaz de prever cómo los niños reunirán, con mil variantes sorprendentes, sus gestos y sus habilidades en una totalidad teatral. Si para el actor profesional el estreno no pocas veces es momento para hallar las más felices variantes del papel estudiado, en el niño conduce a su pleno poder al genio de la variación. La representación es, en oposición a la ejercitación pedagógica, la liberación radical de un juego ante el cual el adulto sólo puede ser espectador.

Los apuros de la pedagogía burguesa y de la burguesía en desarrollo se revelan últimamente en el movimiento de “cultura juvenil”.

Esa nueva tendencia intenta ocultar el dilema que plantean las exigencias de la sociedad burguesa (como las de toda sociedad política) frente a las energías de la juventud, que jamás pueden despertarse políticamente en forma directa. Esto se refiere sobre todo a las energías infantiles. La “cultura juvenil” trata ahora de realizar este desesperado compromiso: elimina el entusiasmo juvenil por medio de reflexiones idealistas acerca de sí mismo, a efectos de sustituir clandestinamente las ideologías formales del idealismo alemán por contenidos de la clase burguesa. El proletariado no debe acercar a los jóvenes a sus intereses de clase utilizando los medios espurios de una ideología destinada a someter la sugestibilidad infantil.

La disciplina que la burguesía exige a los niños es su estigma de ignominia. El proletariado sólo disciplina a los proletarios adolescentes; su educación ideológica de clase empieza con la pubertad. La pedagogía proletaria demuestra su superioridad al garantizar a los niños la realización de su niñez. Pero no por eso el ámbito donde esto se realiza ha de estar aislado del escenario de las luchas de clases. En forma de juego, sus contenidos y símbolos pueden —y quizá deben— encontrar muy bien su lugar. Pero no pueden asumir un dominio formal sobre el niño, ni lo pretenderán. Por eso el proletariado puede abstenerse también de la utilización de las mil palabrejas con que la burguesía disimula las luchas de clases en su pedagogía. Se podrá prescindir de prácticas “imparciales”, “comprensivas”, “empáticas”, así como de las educadoras llenas de “amor al niño”.

La representación teatral es la gran pausa creadora en la obra educacional. Es en el reino de los niños, lo que el carnaval era en los cultos antiguos. Se invierten los términos, y así como en las saturnales romanas el amo servía al esclavo, durante la función están los niños en el escenario para enseñar y educar a los atentos educadores.

Aparecen nuevas fuerzas, nuevos impulsos que el director a menudo no conocía, que sólo ahora, en esa salvaje liberación de la fantasía infantil, y no durante el trabajo, llega a conocer. Los niños que han hecho teatro de esa manera se han liberado en tales representaciones.
Su niñez se realiza jugando. No arrastran un lastre que más tarde inhibirá, con sus plañideros recuerdos de infancia, una actividad libre de sentimentalismo. Al mismo tiempo, ese teatro es el único que sirve al espectador infantil. Cuando los adultos hacen teatro para niños, resultan de ello tonterías.

En ese teatro infantil vive una fuerza que aniquilará el gesto seudorrevolucionario del más reciente teatro burgués. Pues no es verdaderamente revolucionaria una propaganda de ideas que, de vez en cuando, estimulan acciones irrealizables y desaparecen ante la primera reflexión sobria a la salida del teatro. Verdaderamente revolucionaria es la señal secreta de lo venidero que se revela en el gesto infantil.

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