viernes, 30 de mayo de 2008

Aviso a escolares y estudiantes (fragmento), por Raoul Vaneigem




Odiosa ayer, la escuela es ya sólo algo ridículo.

¿Hay que destruirla? Pregunta doblemente absurda. En primer lugar porque ya está destruida. Cada vez menos concernidos por lo que enseñan y estudian -y sobre todo por la manera de instruir y de instruirse-, ¿no se afanan conjuntamente profesores y alumnos en hundir voluntariamente el viejo paquebote pedagógico que hace aguas por todas partes? El hastío engendra la violencia, la fealdad de los edificios incita al vandalismo, las construcciones modernas, cimentadas por el desprecio de los promotores inmobiliarios, se agrietan, se vienen abajo, arden, según el desgaste programado de sus materiales de pacotilla. Además, porque el reflejo de aniquilación se inscribe en la lógica de muerte de una sociedad mercantil cuya necesidad lucrativa consume lo vivo de los seres y de las cosas, lo degrada, lo contamina, lo mata. Acentuar el deterioro no beneficia sólo a los carroñeros de lo inmobiliario, a los ideólogos del miedo y de la seguridad, a los partidos del odio, de la exclusión, de la ignorancia, sino que, además, da razones a ese inmovilismo que no deja de cambiarse de ropaje y enmascara su nulidad con reformas tan espectaculares como efímeras.

En adelante, cada niño, cada adolescente, cada adulto, se encuentra en la encrucijada de una elección: consumirse en un mundo que agota la lógica de una rentabilidad a cualquier precio, o crear su propia vida creando un ambiente que asegure su plenitud y su armonía. Porque la existencia cotidiana no puede ya confundirse por más tiempo con esta supervivencia adaptativa a la que la han reducido los hombres que producen la mercancía y que son producidos por ella.

Una sociedad que no tiene otra respuesta a la miseria que el clientelismo, la caridad y el cambalache, es una sociedad mafiosa. Poner la escuela bajo el signo de la competitividad es incitar a la corrupción, y ésa es la moral de los negocios.

Después de haber arrancado al escolar de sus pulsiones de vida, el sistema educativo intenta cebarlo artificialmente para llevarlo al mercado de trabajo, donde seguirá balbuceando hasta la repugnancia el leitmotiv de su juventud: ¡Que gane el mejor! ¿Que gane qué? ¿Más inteligencia sensible, más afecto, más serenidad, más lucidez sobre sí y sobre las circunstancias, más medios para actuar sobre su propia existencia, más creatividad? No; más dinero y más poder, en un universo que ha consumido el dinero y el poder de tanto ser consumido por ellos.

Nos hundimos en las ciénagas de una burocracia parasitaria y mafiosa en la que el dinero se acumula y gira en un círculo cerrado en lugar de invertirse en la fabricación de productos de calidad, útiles para mejorar la vida y su entorno. El dinero es lo que menos falta, en contra de lo que os aseguran esos a los que habéis elegido; pero la enseñanza no es un sector rentable.

El bestia arribista venciendo al ser sensible y generoso; a eso es a lo que mercachifles en el poder llaman, también ellos, como los brillantes pensadores de antaño, una selección natural.

¿Acaso sólo habremos revocado el absurdo despotismo de los dioses para tolerar el fatalismo de una economía que corrompe y degrada la vida sobre el planeta y nuestra existencia cotidiana? La única arma de la que disponemos es la voluntad de vivir, aliada con la consciencia que la propaga. Si se la juzga por la capacidad del hombre de subvertir lo que le mata, puede ser un arma absoluta. La lógica de los negocios que intenta gobernarnos exige que toda retribución, subvención o limosna consentida se pague con una mayor obediencia al sistema mercantil. No tenéis más elección que seguirla o rechazarla siguiendo vuestros deseos. O entráis como clientes en el mercado europeo del saber lucrativo -dicho de otro modo, como esclavos de una burocracia parasitaria, condenada a hundirse bajo el peso creciente de su inutilidad-, o peleáis por vuestra autonomía, sentáis las bases de una escuela y de una sociedad nuevas, y recuperáis, para invertirlo en la calidad de la vida, el dinero dilapidado cada día en la corrupción ordinaria de las operaciones financieras.

El dinero robado a la vida es puesto al servicio del dinero. Ésa es la realidad oculta por la sombra absurda y amenazante de las grandes instituciones económicas: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, Acuerdo General sobre las Tarifas Aduaneras y el Comercio, Comisión Europea, Banco de Francia y tutti quanti. Su apoyo a las fundaciones y a los centros universitarios de investigación implica a cambio que sea propagado el evangelio del beneficio, fácilmente transfigurado en verdad universal por la venalidad de la prensa, de la radio, de la televisión.

Hemos nacido, decía Shakespeare, para pisotear la cabeza de los reyes. Los reyes y sus ejércitos de verdugos no son más que polvo. Aprended a avanzar solos y aplastaréis con el pie a los que, en este mundo suyo que se muere, sólo tienen la ambición de morir con él.

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