(Fragmento de: “Una deuda de vida y debida. Notas sobre infancia y adolescencia en Uruguay, a comienzos del siglo XXI”, por Luis Pedernera).
Discursos que no realidades: la retórica de los derechos que no se efectivizan y la recurrente construcción del “enemigo”La instalación de una retórica de los derechos del niño no ha tenido como contrapartida la efectiva realización del mandato emanado de la Convención. Hoy es políticamente correcto hablar y escribir fundamentando intervenciones, planes y programas desde la concepción de “niño sujeto de derecho”, o aludiendo al “interés superior del niño”. Presenciamos una suerte de aggiornamiento semántico de las viejas estructuras, a los tiempos del discurso de los derechos y allí donde antes se decía “menor” ahora se coloca “niño/a/adolescente”. Pero lamentablemente el mero cambio de lenguaje no modifica mágicamente la vida social ni las prácticas institucionales inmersas en estructuras matrizadas por esquemas tutelares, que avasallaron al niño, a la familia y a sus derechos.
Nacer y crecer – o “salvar el cuerpo” como señala P.Baudry (2003) – no alcanza para garantizar la vida ni para asegurarle a niños y jóvenes un lugar de pleno derecho dentro del vínculo social. Máxime, cuando la existencia parecería transitar dolorosamente y el futuro no ofrece horizontes variados y posibles de ser alcanzados. Recordemos, a modo de ejemplo, la segmentación en las rutas de emancipación de los adolescentes y jóvenes uruguayos que retomábamos de Kaztman y Filgueira (2003) y exponíamos anteriormente. En estos tránsitos, como afirma C.Michel (2003), la vida “se usa”, pero “no se goza”.
A su vez, en el transcurso de este tiempo, se ha exacerbado la vinculación histórica entre pobreza y peligrosidad. En el año 1995 con la aprobación de la primera ley de seguridad ciudadana –ley Nº 17.707- operó un desplazamiento de las detenciones de adultos hacia niños, asentadas la mayoría de las veces, en el hecho de “tener cara de expediente”. Son detenciones que no respetan las garantías constitucionales, en tanto ellas imponen la existencia de un hecho ilícito que habilite la intervención policial (Art.15 de la Constitución).
Estudios correspondientes al año 2004 develaban que el crecimiento de la población menor de 18 años controlada a través de la judicialización se incrementó en el año 2003 en un 165%. Recientemente una nueva investigación- que en este caso relevó información sobre la aplicación del Código de la Niñez y la Adolescencia - señala como conclusión preocupante, que a pesar de tener una nueva legislación que busca adecuar la Convención sobre los Derechos del Niño en nuestro derecho interno, la aplicación que se hace en la mayoría de los casos continúa estando impregnada por la visión de la legislación tutelar del Código del Niño de 1934.
La Convención de los Derechos del Niño, establece como obligación de los Estados poner el máximo de sus recursos para satisfacer los derechos del niño (Art. 4) y fija la judicialización como medida a ponderar en tanto resulta perjudicial para la vida del niño (Art. 40.3b). Pero las señales que socialmente se observan, paradójicamente, van en sentido inverso. Así la excepción se convierte en la regla. Abonada la idea del niño como peligro y visualizado como enemigo, parafraseando a Giorgi Agamben (2004), se sustenta un régimen de excepción permanente, en el cual se habilita la intervención sobre niños y adolescentes desde una concepción que los criminaliza y neutraliza. De esta manera, la construcción punitiva de los conflictos sociales –perjudicial en más de un sentido-, resulta la perspectiva hegemónica.
Según E. Zaffaronni (2006), la idea que sostiene al sistema penal es la del “enemigo” cuyo origen se remonta al derecho romano y que tiene a Carl Schmitt como su principal teórico. Según Zaffaronni ((2006: 22), para Schmitt, enemigo no es “…cualquier sujeto infractor, sino el otro el extranjero…”. El enemigo se remontaría a los conceptos romanos de inimicus y hostis. El primero seria el enemigo personal, mientras que el segundo se definiría como el enemigo político, sobre el cual cabría la posibilidad de la guerra, en tanto era percibido como “…la negación absoluta del otro ser…”.
Afirma Zaffaroni que la “idea de hostis, enemigo, extraño, no ha desaparecido nunca de la realidad operativa del derecho penal ni de la teoría jurídico penal.” (2006: 24). Es más, es a partir de ella que se ha edificado toda la estructura penal. Es comprensible entonces, que resulte válida la afirmación de que se recurre más fácilmente al derecho penal cuanto más distancia se guarda con el sujeto penalizado, y sobre el cual se pueden disponer construcciones sociales no rigurosamente asentadas en realidades. A modo de ejemplo, varias investigaciones en el último período, identifican una tendencia que señala la concentración de la selección policial por presunta infracción, en los adolescentes que cuentan con 16 y 17 años de edad. No obstante ello, opera históricamente la construcción de una imagen – ampliamente difundida en los medios de comunicación- de que los infractores son cada vez más pequeños y más violentos. Desde este supuesto, se pauta un comportamiento social que exige – para ese “otro enemigo, extraño”- más represión y rebaja de la edad de imputabilidad. Esta demanda social muchas veces se ve plasmada en propuestas legislativas que tendencial y cíclicamente se han caracterizado por disponer una rebaja de los derechos y garantías (LEA y YOUNG; 2001) y específicamente, desde los años noventa, han tenido a los niños y adolescentes como sus principales destinatarios.
El incremento de las distancias sociales que mucho nos alejan de aquel “país de las cercanías”, asume en la infancia su peor expresión. La respuesta punitiva a los conflictos sociales genera una sensación ilusoria de resolución, cual bálsamo que alivia – momentáneamente - el dolor. Esta respuesta no sólo no resuelve lo que enuncia que atenderá, sino que además, ni siquiera parecería llegar a comprender la naturaleza y severidad de una conflictividad social, cuya magnitud, pone en cuestión la posibilidad de la existencia colectiva.
En definitiva - tal como ha sido planteado agudamente por E. García Méndez (2004:24) - la tensión que recorre la cuestión de la infancia hoy oscila entre banalidades y autoritarismos, “ entre el autoritarismo represivo de los portadores de una visión penalista y darwiniana de la sociedad y la fuga banal y superficial de quienes pretenden una nueva agenda que permita una evasión elegante de los problemas acuciantes que afectan a niños y adolescentes: la violencia juvenil, la seguridad ciudadana y la responsabilidad penal de los adolescentes”.
El futuro no es irremediable
No obstante lo expuesto, recientemente el Observatorio de los Derechos de la Infancia y la Adolescencia en Uruguay 2006, publicado por UNICEF identifica en el año 2005 un punto de inflexión, en tanto es la primera vez en seis años que el Uruguay registra una leve mejora en la distribución del ingreso, y una reducción de los niveles de pobreza e indigencia en el conjunto de la población y en todos los grupos de edad.
A pesar de ello, y aún permitiéndose ser “moderadamente optimista” en virtud de los indicadores mencionados, acertadamente el Observatorio señala que la “deuda con la infancia” está aún muy lejos de saldarse. No solo porque los procesos estructurales en los que se enmarca la situación social de la infancia están muy distantes de su solución, sino porque además mientras los tiempos políticos, económicos, sociales y culturales se suceden, la vida violentada de niños y adolescentes viene siendo por generaciones, está siendo ahora mismo.
Estamos por tanto desafiados a trabajar con celeridad y acierto, por la efectiva realización de los derechos de la infancia. Paralelamente se impone reconocer en niños y adolescentes actores sociales y políticos con voz y decisión en la vida democrática y ya no la figura del “que no puede hablar” .
E. Bustelo (2007) nos recuerda que los niños no han formado un movimiento social de envergadura –a lo largo y ancho del planeta- que problematice la cuestión del poder adulto, entendido como sometimiento e imposición de un tipo de relaciones sociales hacia la infancia y la adolescencia, asentada en un fuerte autoritarismo discrecional de unos sobre otros. Paradójicamente, tal cual lo ha señalado Baratta (1999), la lucha por los derechos de la infancia y de la adolescencia, no ha sido “una lucha propia”, sino que ha quedado dependiendo del discurso y de la acción de los adultos.
Sin embargo, una contribución hacia la materialización de la progresiva autonomía de la infancia y por tanto de la concreción en cada niño y adolescente de un actor social protagónico, puede recogerse en el Art. 12 de la Convención Internacional de los Derechos del Niño. En él se indica que el niño tiene derecho en primer lugar a formarse juicio propio, en segundo lugar a expresar su opinión y en tercer lugar a ser escuchado. Esta formulación resulta de utilidad para desarrollar la idea del niño como actor social, portador de derechos y protagonista fundamental en la construcción de nuevas relaciones sociales, desplegadas en democracias inclusivas. Esto supone, en palabras de A. Baratta (1999; 223), reconocer que el futuro de la democracia está estrechamente vinculado al “reconocimiento del niño, no como un ciudadano futuro sino como un ciudadano en el sentido pleno de la palabra”. Esta perspectiva destierra así, el concepto de ciudadanía entendido como momento casi mágico en el que llegado a determinada edad, cada sujeto se convierte en elector y elegible y excluye también la ciudadanía concebida como status privilegiado que incluye o excluye de acuerdo a la maximización de la categoría de “pertenencia a determinada comunidad” (FERRAJOLI, 1999).
No es sólo hoy que la cuestión de la infancia se debate entre la banalidad y el autoritarismo. Esta ha sido su tensión histórica, pero no es irremediablemente su futuro próximo.
Como afirma A. Frigerio (2004) “hacer que algo devenga otra cosa” cuando de cuestiones de infancia se trata supone por lo pronto, una radical oposición a naturalizar y perpetuar la categoría de los “sacrificables” que encuentra una dramática acogida en nuestra población más joven. Cada niño y cada adolescente requieren de un lugar en el mundo digno de ser querido y habitado. La deuda de hospitalidad, protección y cuidado con la infancia aún está pendiente y no es irremediable que deba seguir estándolo. Recordemos, en palabras de C. Krmpotic (2005: 167) que “si la aflicción es inevitable, no lo es el sufrimiento creado intencionalmente por el hombre”.
martes, 19 de mayo de 2009
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