LAS AVENTURAS DE PINOCCHIO (o la fábula de la victoria de la socialización represiva sobre la resistencia infantil).
por Julio Cortés M.
“La humanidad se ha tenido que hacer cosas espantosas antes de conseguir crear el sí mismo, el carácter idéntico, instrumental, masculino del ser humano, y algo de eso se repite todavía en cada infancia” (Max Horkheimer y Theodor W. Adorno)
Como pasa con muchas obras que son consideradas clásicas en el ámbito de la literatura infantil, la mayoría de las personas hemos consumido en nuestra niñez adaptaciones libres de historias como la de Alicia (de Lewis Carroll), la de Gulliver (de Jonathan Swift) y de Pinocho (de Carlo Collodi) (1), en versiones literarias simplificadas o llevadas a las pantallas de cine y televisión.
En el caso de Pinocchio, sus aventuras datan originalmente de 1881, y fueron publicadas por partes, bajo el título de “Storia di un burattino”, en el Giornale per i bambini, de Florencia. En esa versión el muñeco de madera muere ahorcado, pero tras la avalancha de cartas de reclamo de los lectores-niños, el muñeco volvió a la vida tras una interrupción de unos meses, y en 1883 la versión íntegra de sus andanzas se publicó como libro (“Las aventuras de Pinocho”), con ilustraciones de E. Mazzanti. A partir de ese momento se convirtió en un clásico que fue traducido a varias lenguas y durante el siglo XX fue llevado al cine por Walt Disney, en una de sus obras más aclamadas.
En su momento, Benedetto Croce dijo que “la madera de la cual ha sido labrado Pinocchio es la Humanidad”, que su historia es la “fábula de la vida humana, del bien y del mal, de los errores y la enmienda, del ceder a la tentación”, para finalmente “entrar en la vida como el hombre que emprende su noviciado” (2). Desde otro ángulo, la historia de Pinocchio es más bien la fábula del violentamente represivo proceso de socialización de niños en la edad moderna, de los intentos desesperados de resistencia infantil, de la inexorable victoria del “principio de realidad” por sobre el “principio del placer”, y así, a través de las aventuras y desventuras del muñeco de madera podemos rastrear (en él y en nosotros mismos) el doloroso proceso señalado por Marcuse cuando decía que “la historia del hombre es la historia de su represión”.
Ya en las primeras páginas, el encuentro inicial de Pinocchio con el “Grillo-parlante” demarca seriamente las reglas del juego y las posibles reacciones en caso de desobediencia. El Grillo –que se aparece cuando Pinocchio se encuentra solo en casa de su “padre” Gepetto, luego de que éste fuera apresado por su culpa- advierte al muñeco que quienes se rebelan contra la autoridad paterna y abandonan el hogar “no conseguirán nada bueno en este mundo, y, tarde o temprano, tendrán que arrepentirse amargamente”. Pinocchio le explica que quiere irse porque de lo contrario le pasará lo mismo que a todos los niños: ser enviado a la escuela y forzado a estudiar: “Y, en confianza, te digo que no me apetece estudiar y que me divierto más subiendo a los árboles a coger nidos de pájaros”. El Grillo, tras reprenderlo, le sugiere que al menos aprenda un oficio con el cual ganarse honradamente el pan. Pero el trabajo (palabra cuyo origen se encuentra en la expresión latina “tripalium”, que designaba una especie de yugo usado como instrumento de tortura) tampoco entra en los planes del muñeco, quien declara que “entre todos los oficios del mundo sólo hay uno que me apetezca de verdad (…) El de comer, beber, dormir, divertirme y llevar, de la mañana a la noche, la vida del vagabundo”. Este diálogo, en que el Grillo había partido por invocar que vivía en esa habitación desde hace más de cien años, culmina con la muerte del insecto, que tras decirle a Pinocchio que “todos los que tienen ese oficio acaban, casi siempre, en el hospital o en la cárcel” y que le causaba pena por tener la cabeza de madera, recibe un mazazo lanzado por el muñeco, que “quizá pensó que no le iba a dar; pero desgraciadamente, lo alcanzó en toda la cabeza” (a pesar de su muerte, el Grillo vuelve a aparecerse varias veces más a lo largo del relato, sobre todo en los momentos de arrepentimiento del muñeco) .
Esta peligrosidad no necesariamente consciente de Pinocchio da cuenta de la visión que en el siglo XIX se hizo hegemónica en relación a los niños y adolescentes, particularmente los de las llamadas “clases peligrosas”. No resulta casual que Tolstoi, quien tradujo “Las aventuras…” al ruso, se haya referido a la adolescencia como un “eclipse temporal del pensamiento”, y que, al recordar su adolescencia, admitiera “la posibilidad del crimen más odioso, sin objeto, sin deseos de hacer daño, sino así, por mera curiosidad, por necesidad inconsciente de actuar”. El concepto de adolescentia, acuñado por Cicerón, se basaba en la expresión de raíz indoeuropea “alere”, que significaba “nutrir”, y a partir de la cual se llegó a tres conceptos derivados: adolescere (“crecer”), adulescens (“que está creciendo”), y adultus (“que dejó de crecer”). Pero en el siglo XIX, se la convierte en una edad social concebida como una especie de enfermedad. Como señala Fize, “a todo lo largo de ese siglo abunda una literatura que presenta al adolescente como un ser del que hay que desconfiar o al que hay que proteger. Médicos, juristas y magistrados convierten a la pubertad en una verdadera patología” (3).
En relación a la primera edad de la vida, la infancia, la ideología dominante del siglo XIX se muestra más ambivalente, pues se alimenta de un polo en el que el niño es visto de manera muy despectiva, y de otro en que pareciera que el niño es idealizado como una forma de compensación simbólica por la falta de poder y posición subordinada en que la modernidad los deja (en desmedro de la autonomía de que habrían gozado en momentos históricos previos).
Cuando Pinocchio finalmente entra en contacto con los órganos formales de control social, la experiencia resulta tremendamente ilustrativa de la posición jurídica desmedrada de la infancia y la adolescencia en comparación al mundo adulto. Pues Pinocchio se dirige a un juez en busca de ayuda, tras haber sido engañado por dos pillos que le dijeron que plantara en la tierra las monedas de oro que le habían sido obsequiadas por un titiritero, para que de esta forma crecieran árboles de monedas de oro (el muñeco de madera ya había mostrado antes su capacidad de adaptarse a las relaciones monetarias de la sociedad cuando, en vez de ir a la escuela, decide vender su silabario para poder entrar a ver un espectáculo de títeres, y en este sentido resulta muy poco reprochable el que, a imitación de cualquier adulto, intentara incrementar su patrimonio de manera rápida y sencilla). Por supuesto, al intentar recoger su dinero el muñeco se da cuenta de que las monedas le habían sido sustraídas, y acude inmediatamente donde el Juez de la ciudad de “Atrapatontos”. Este juez, que era “un viejo simio de la raza de los Gorilas”, “lo escuchó con gran benignidad; se interesó muchísimo por el relato, se enterneció y se conmovió; cuando el muñeco no tuvo nada más que añadir, alargó la mano y tocó una campanilla”. Al llamado aparecieron “dos mastines vestidos de guardias”, a los que el Juez dijo: “A ese pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así que apresadlo y llevadlo en seguida a la cárcel”.
Este episodio del “juicio” revela lo que en el discurso de los que a fines del siglo XIX estructuran los sistemas tutelares de menores no resultaba tan evidente. En palabras de Platt, bajo la retórica “proteccionista”, estos sistemas de justicia lo que pretendían era “castigar la independencia prematura infantil y restringir la autonomía juvenil” (4). En este afán, siguiendo las recetas de la Escuela Positiva de la criminología (cuyos máximos exponentes, el igual que Carlo Collodi, eran italianos), daba exactamente lo mismo si los delitos se habían cometido o no, y de hecho, el trato dispensado a los “niños infractores” no era diferente del otorgado a los “niños víctimas”. Así es como Pinocchio fue conducido a la cárcel, donde “tuvo que permanecer cuatro meses, cuatro larguísimos meses; y hubiera permanecido aún más tiempo si no fuera por una afortunada casualidad”. Cuando el Emperador de “Atrapa-bobos” obtuvo una importante victoria sobre sus enemigos, ordenó enormes celebraciones públicas, y “quiso que se abrieran todas las cárceles y que salieran de ellas los malandrines”. En ese punto se produce el siguiente diálogo:
-Si salen de la prisión los demás, también quiero salir yo –dijo Pinocho al carcelero.
-Usted, no –respondió el carcelero-, porque no es de ésos.
-Lo siento –replicó Pinocho-; yo también soy un malandrín.
-En ese caso, tiene toda la razón –dijo el carcelero; y, quitándose respetuosamente el gorro, lo saludó, le abrió las puertas de la prisión y lo dejó marchar.
Pinocchio, al igual que todos los “menores en situación irregular”, era sometido por las instituciones represivas del Estado a una especie de “estado de excepción”, con menos derechos y garantías que los “malandrines” adultos. Pero tal vez lo más significativo de la fábula es que mientras Pinocchio insiste en resistir la socialización, no llega a ser una persona humana, un niño “normal” de carne y hueso. Es más, luego de que es enviado a la escuela, institución con la cual mantiene una relación bastante ambivalente (pues en parte le gusta, pero siempre se encuentra con otras tentaciones que lo hacen “desviar” el camino y abandonarla), justo antes del momento en que iba a pasar a convertirse en un niño de verdad, un amigo lo convence de huir al “País de los juguetes”, lugar utópico donde “no hay escuelas, ni maestros, ni libros”. Tal como señala este amigo de nombre Mecha: “En ese bendito país no se estudia nunca. El jueves no se va a la escuela; y las semanas se componen de seis jueves y un domingo (…) las vacaciones de verano empiezan el primero de enero y acaban el último día de diciembre (..) ¡Así deberían ser todas las naciones civilizadas!...” (5). Tras muchas vacilaciones, Pinocchio se deja convencer por la perspectiva de un país que le parece tan hermoso, pero, tal como dice el título del capítulo XXXI, “tras cinco meses de buena vida, Pinocho, con gran asombro, siente que le brota un buen par de orejas asnales y se convierte en burro, con cola y todo”.
¿Cómo podemos interpretar esta conversión en animal de los niños resistentes a la escuela y el trabajo? En la lógica de este relato, se trata de la sanción por abandonarse a los placeres, al ocio…en la línea de las amenazas esgrimidas por el Grillo al inicio del libro (y de las amenazas de “crecimiento de nariz” que una enorme multitud de padres en los últimos cien años han dirigido a los hijos para evitar que mientan). Pero existen otros elementos de época que deben ser tenidos en cuenta. Un poco antes, en 1873, fue necesario que la Sociedad Protectora de Animales de Nueva York asumiera la defensa de una niña de 8 años que era mantenida en condiciones de esclavitud, y el argumento central desarrollado para lograr su liberación fue que “como ser humano era un animal, y en consecuencia estaba protegida por la legislación contra la crueldad con los animales”. De ahí que, como señala Therborn, las organizaciones en contra de la crueldad hacia los niños “se formaran a semejanza de las ya existentes en relación a animales” (6). Y hacia 1883, Paul Lafargue (yerno de Marx y autor del excelente libro “El derecho a la pereza”) se permitía comparar los “derechos del hombre” con los “derechos del caballo”, constatando la preeminencia de estos últimos, desde su experiencia de diputado:
El primer derecho, el derecho a la existencia, que ninguna sociedad civilizada reconocerá para los trabajadores, es poseído por los caballos. El potrillo, incluso antes de nacer, aún en el estadio de feto, comienza a disfrutar del derecho a la existencia; su madre, cuando su embarazo apenas ha comenzado, es relevada de todo trabajo y enviada al campo para formar este nuevo ser en paz y tranquilidad; ella permanece cerca suyo para criarlo y enseñarle a escoger deliciosos pastos en la pradera, donde juguetea hasta que crece. Los moralistas y políticos de los “Derechos del Hombre” piensan que sería monstruoso conceder tales derechos a los trabajadores; levanté una tormenta en la Cámara de Diputados cuando solicité que las mujeres, dos meses antes y dos meses después del parto, debieran tener el derecho y los medios para ausentarse de la fábrica. Mi propuesta trastocó la ética de la civilización y sacudió el orden capitalista. ¡Qué abominable abominación! –demandar para los bebes los derechos de los potrillos (7) .
Al final, luego de una intrincada y entretenida serie de aventuras, el principio de realidad logra imponerse, y como premio a la internalización de las demandas represivas del orden social, el muñeco se transforma en un niño, y -de pasada- deja automáticamente de ser pobre. Ante su asombro, Gepetto le explica que “cuando los niños que eran malos se vuelven buenos, tienen la virtud de conseguir un aspecto nuevo y sonriente en el interior de su familia”, y le muestra que el viejo Pinocchio de madera se encuentra apoyado en una silla, “con la cabeza vuelta a un lado, los brazos colgando y las piernas cruzadas y medio dobladas, que parecía un milagro que se tuviera derecho”. Tras mirarlo un buen rato, el nuevo Pinocchio exclama: “¡Qué cómico resultaba cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy de haberme convertido en un muchacho como es debido!…” (en algunas traducciones se opta por hacerlo decir “un muchacho de bien”).
El orden social, entonces, vence finalmente las resistencias del niño, y lo adultiza. Tras este proceso de socialización, como dicen Horkheimer y Adorno, “el niño se ha hecho más rico en experiencias (...) pero es fácil que en el punto en que el deseo fue golpeado quede una cicatriz imperceptible, una pequeña callosidad en la que la superficie es insensible”. Estas cicatrices son las que crean deformaciones, ‘caracteres’ duros: “pueden hacer a uno estúpido: en el sentido de la deficiencia patológica, de la ceguera y de la impotencia, cuando se limitan a estancarse; en el sentido de la maldad, de la obstinación y del fanatismo, cuando desarrollan el cáncer hacia el interior” (8).
De esta forma, la infancia para a ser para la mayoría de los adultos algo que en expresión de Raoul Vaneigem “se autopsia en el diván del psicoanalista”.
(1) Prefiero en adelante referirme a “Pinocchio”, para respetar el nombre original y para evitar ciertas confusiones que se pueden dar en el medio nacional.
(2) Citado en la nota preliminar de Las aventuras de Pinocho, Alianza Editorial, Madrid, 1980.
(3) Michel Fize, ¿Adolescencia en crisis? Por el derecho al reconocimiento social, México, Siglo XXI, 2001.
(4) Anthony Platt, Los “salvadores del niño” o la invención de la delincuencia, Siglo XXI, 1988.
(5) La descripción del país de los juguetes que realiza Collodi es notable: “Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. Su población estaba compuesta exclusivamente por niños. Los mayores tenían catorce años, los más jóvenes apenas llegaban a ocho. En las calles había una alegría, un estrépito y un vocerío como para volverse locos (…) En definitiva, un verdadero pandemonium (…) En todas las plazas se veían teatrillos de lona, atestados de niños de la mañana a la noche, y en todas las paredes de las casas se leían inscripciones al carbón de cosas tan pintorescas como éstas: ¡Vivan los jugetes! (en vez de juguetes), no queremos más hescuelas (en vez de no queremos más escuelas), abajo Larin Mética (en vez de la arimética) y otras lindezas por el estilo”. Giorgio Agamben ha analizado en detalle este “país”, en “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, incluido en el libro Infancia e Historia, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2004.
(6) Göran Therborn, “Children´s rights since the constitution of modern childhood” en: Eurosocial Report 47/1993, European Center Chilhood Program.
(7) Paul Lafargue, “Los derechos del caballo y los derechos del hombre”, en: Razón y Revolución Nº 10, 2002. Traducido de: Lafargue, Paul: The Right to be Lazy and Others Studies, Inglaterra, Charles Kerr and Co., cooperative, 1883. Versión electrónica del Lafargue Internet Archive. Disponible en: http://www.razonyrevolucion.org/textos/revryr/prodetrab/ryr10-19-lafargue.pdf
(8) Max Horkhheimer y Theodor Adorno. Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 1998.
miércoles, 16 de enero de 2008
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