martes, 22 de enero de 2008

"El armario normando", por Georges Bataille.


En el prólogo a la "Historia del Ojo" escrito en 1978 por un escritor innombrable que pasó de ser marxista-leninista a candidato presidencial de derecha en el Perú, se afirma lo siguiente: "Para una primera mirada, rápida y superficial, Historia del ojo es un juego de niños irreflexivos, vehementes y caprichosos (como suelen ser los niños). El anónimo narrador nos dice, al principio, que tiene dieciséis años y, poco después, en el episodio del armario normando, insiste en que ninguno de los ocho jóvenes que asisten a la fiesta ha cumplido aún los diecisiete. ¿No estará exagerando y -a los niños les encanta jugar a ser grandes- aumentando la edad a sus compañeros? La hipótesis no se puede descartar. El narrador es un redomado mentiroso -un niño, al fin y al cabo- y a cada paso detectamos, en el curso del relato, que superlativiza lo que cuenta en función de sus deseos".

Poco más adelante, este conservador de izquierdas luego volcado a conservador de derechas, concluye que "las personas mayores del libro no son más que obstáculos o trampolines para la satisfacción de los caprichos de los jóvenes. Hasta en este extraordinario egoísmo se advierte que Historia del ojo es, en esencia, un mundo de naturaleza y sensibilidad infantil".

A continuación, el susodicho capítulo de la Historia del ojo, de Georges Bataille, que primero la publicó con el seudónimo de Lord Auch. la imagen corresponde a una de las aguafuertes de Hans Bellmer que acompañaron una edición de la obra en 1944.


El armario normando

Georges Bataille

A partir de entonces, Simone adquirió la manía de romper huevos con el culo. Para ello, se colocaba con la cabeza sobre el asiento de un sillón, la espalda pegada al respaldo y las piernas dobladas hacia mí, mientras yo me la meneaba para rociar de leche su rostro. Colocaba entonces el huevo encima del agujero; ella experimentaba placer agitándolo en la profunda hendidura. Cuando brotaba leche, sus nalgas rompían el huevo, ella gozaba y, sumergiendo mi rostro en su culo, yo me inundaba de esa abundante inmundicia.

Su madre nos sorprendió, pero aquella mujer extremadamente dulce, aunque llevara una vida ejemplar, se contentó la primera vez con asistir al juego sin decir palabra, y sin que nosotros notáramos su presencia: imagino que no pudo abrir la boca de terror. Cuando terminamos (ordenándolo todo aprisa), la descubrimos de pie en el umbral de la puerta.

-Haz como si no la hubieras visto –dijo Simone, mientras seguía secándose el culo.

Salimos sin prisa.

Pocos días después, mientras hacía gimnasia conmigo en las vigas de un garaje, Simone orinó sobre aquella mujer que se había detenido debajo de ella sin verla. La anciana se apartó, mirándonos con ojos tristes y una actitud de tal desamparo que provocó nuestros juegos. Simona, a cuatro patas, estalló de risa, exhibiendo ante mí su culo; yo levanté su vestido y me le meneé, ebrio de verla desnuda ante su madre.

Hacía una semana que no veíamos a Marcelle cuando la encontramos en la calle. Aquella joven rubia, tímida e ingenuamente piadosa, se sonrojo de tal manera que Simone la beso con desacostumbrada ternura.

-Te pido perdón -le dijo en voz baja-. Lo que ocurrió el otro día esta mal. Pero eso no impide que seamos amigos ahora. Te lo prometo: ya no intentaremos tocarte.

Marcelle, que carecía de toda voluntad, acepto seguirnos a ir a merendar a casa de Simone con algunos amigos. Pero, en lugar de té, bebimos champán en abundancia.

La visión de Marcelle sonrojada nos había turbado; Simone y yo nos habíamos ya comprendido, seguro de que ya nada nos haría retroceder. Además de Marcelle habían tres hermosas jóvenes y dos muchachos; el mayor de los ocho no tenía diecisiete años. La bebida produjo un efecto violento, pero, con excepción de Simone y de mi, nadie se había alterado según nuestro deseo. Un fonógrafo vino en nuestra ayuda. Bailando sola un rag-time, endiablado, Simone enseño sus piernas hasta el culo. Las demás jóvenes, invitadas a seguirla, estaban demasiado alegres para negarse. Y llevaban sin duda bragas, pero no ocultaban gran cosa. Solo Marcelle, ebria y silenciosa, no quiso salir a bailar.

Simone, que simulaba estar completamente borracha, estrujo una servilleta, y elevándola, propuso una apuesta:

-Apuesto -dijo-, a que hago pipi en la servilleta delante de todo el mundo.

Era en principio una reunión de jovencitos ridículos y parlanchines. Uno de los muchachos la desafió. La apuesta fue fijada a discreción. Simone no vacilo un segundo y empapo la servilleta. Pero su audacia la desgarro hasta la medula. Tanto que los jóvenes, enloquecidos, empezaban a delirar.

-Ya que es a discreción -dijo Simone al perdedor, con voz ronca-, te quitare los pantalones delante de todo el mundo.

Cosa que se hizo sin dificultad. Fuera el pantalón, Simone le quito la camisa (para evitarle hacer el ridículo). De momento, nada grave había ocurrido: Simone apenas había acariciado levemente con una mano la cola de si amigo. Pero ella no pensaba más que en Marcelle, quien me suplicaba que la dejara partir.

-Hemos prometido no tocarte, Marcelle ¿por que tienes que marcharte?

-Porque sí -respondió obstinadamente. (Una cólera pánica se apoderaba de ella.)

De pronto, Simone cayo a tierra con gran terror para los demás. La agitaba una confusión siempre mas demente, la ropa en desorden, el culo al aire, como presa de epilepsia, y, rodando a los pies del muchacho a quien había quitado los pantalones, balbuceaba palabras sin sentido.

-Méame encima... Méame en el culo... -Repetía con una especie de sed.

Marcelle miraba fijamente: se sonrojo hasta la sangre. Sin verme, me dijo que quería quitarse la ropa. Se la quite y después la libere de sus prendas interiores; conservo el liguero y las medias. Dejándose apenas masturbar y besar en la boca por mi, atravesó la habitación como una sonámbula y llego hasta un armario normando, donde se encerró. (Había murmurado unas palabras al oído de Simone.)

Quería masturbarse en aquel armario y suplicaba que la dejásemos sola.

Es preciso decir que estábamos todos borrachos y trastornados los unos por la audacia de los otros. Una joven se la chupaba al muchacho desnudo. De pie y con las faldas levantadas, Simone frotaba sus nalgas contra el armario donde oíamos a Marcelle masturbarse con un violento jadeo.

De repente, ocurrió algo demencial: un ruido de agua seguido de la aparición de un hilillo de líquido que se escapaba de la ranura inferior de la puerta del mueble. La desdichada Marcelle se meaba en su armario al gozar. El estallido de risa ebria que siguió degeneró en una orgía de cuerpos caídos, piernas y culos al aire, faldas mojadas y leche. Las risas se producían como hipos involuntarios, retrasando apenas la carrera hacia los culos y las colas. No obstante, oímos muy pronto sollozar sola, siempre mas fuerte, a la triste Marcelle en ese urinario improvisado que le servia ahora de prisión.



Media hora después, algo menos ebrio, me vino la idea de ayudar a Marcelle a salir del armario. La infortunada joven estaba desesperada, temblando y tiritando de fiebre. Al verme, manifestó un horror enfermizo. Yo estaba pálido, manchado de sangre, vestido de cualquier manera. Cuerpos sucios y desnudos yacían detrás de mí en un delirante desorden. Trozos de cristal habían cortado y hecho sangrar a dos de nosotros; una joven vomitaba; se habían apoderado de nosotros ataques de risa tan violentos que unos habían mojado sus ropas y otros su sillón o el suelo; se desprendía un olor a sangre, a esperma, a orina y a vómito que hacía retroceder de horror, pero el grito que se desgarró en la garganta de Marcelle me aterró aún más. Debo decir que Simone yacía con el vientre al aire, la mano en su toisón, el rostro sereno.

Precipitándose entre traspiés e informes gruñidos, al contemplarme por segunda vez, Marcelle retrocedió como ante la muerte; se derrumbó y dejó escapar una letanía de gritos inhumanos.

Para mi sorpresa, aquellos gritos me dieron ánimos. Acudiría alguien, era inevitable. Pero no tenía intención alguna de huir, de disminuir el escándalo. Fui, por el contrario, a abrir la puerta: ¡espectáculo y goce inauditos! Poco cuesta imaginar las exclamaciones, los gritos, las desproporcionadas amenazas de los padres al entrar en el cuarto: los tribunales, el presidio, el patíbulo eran evocados a gritos incendiarios e imprecaciones espasmódicas. Incluso nuestros propios amigos se habían puesto a gritar, hasta el punto de producir un delirante estallido de gritos y lágrimas: era como si se acabara de encenderlos como antorchas.

¡Pero qué atrocidad! Me pareció que nada podría poner fin al delirio tragicómico de esos locos. Marcelle, que permanecía desnuda, seguía traduciendo en gestos y gritos un sufrimiento y un terror imposibles; la vimos morder a su madre en el rostro y en los brazos, que trataban en vano de dominarla.

Aquella irrupción de los padres destruyó lo que le quedaba de razón. Fue preciso recurrir a la policía. Todo el barrio fue testigo del inaudito escándalo.

1 comentario:

Daniel dijo...

Te refieres a MVLL?
Es un libro con ideas muy caprichosas y vehementes como lo denomina.Pues, jóvenes de 12 ó 13 años que generen ese tipo de fantasías es inverosímil. Pero fuera de ello, Bataille forma asociaciones pueriles y poco ortodoxas que lo convierten en una obra no tan hedionda como las del Marques de Sade